José Manuel Rodríguez Pardo
Los últimos desastres meteorológicos constituyen una confirmaciónpara quienes defienden que el planeta está sufriendo un cambio climático
Las navidades del año 2004 pudimos presenciar el terrible maremoto o tsunami producido en el Océano Índico, cuyas consecuencias en daños materiales y víctimas han sido desastrosas. Este verano hemos podido ver cómo el huracán Katrina ha provocado en Estados Unidos un desastre de proporciones inesperadas en ese país; asimismo, otros fenómenos más cercanos, como los tornados sufridos en Barcelona recientemente, han provocado auténtica fiebre por cumplir el Protocolo de Kioto y otros medios para paliar el efecto invernadero, al parecer responsable, según ciertos meteorólogos y políticos, de un cambio climático cuyos síntomas se van agudizando, a tenor de lo que hemos relatado hasta ahora.
Son estos mismos personajes quienes sentencian, sin mayores preámbulos, que uno de los países más afectados por ese cambio climático será España –a pesar de haber reducido su industria a la mínima expresión hace ya varios años–, donde las temperaturas aumentarán drásticamente a medio plazo y su fauna cambiará hasta ser invadida por especies de latitudes más cálidas, según afirma la Ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. A decir verdad que España está conociendo ya mismo a nuevas especies invasoras, pero no a causa de un presunto cambio climático, sino por la acción del mercado pletórico del que los españoles adquieren nuevas mascotas extravagantes, como boas constrictoras, caimanes y otros especímenes que liberan una vez que se han cansado de ellos o son incapaces de mantenerlos, dado su exagerado tamaño. Quizás de estos fenómenos, explicables desde otra perspectiva bien distinta, la señora Narbona y otros sabios climáticos hayan obtenido algunas de sus teorizaciones.
Bromas aparte, hay que recordar que el pasado año se firmó el Protocolo de Kioto, acuerdo que obliga a reducir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con la consiguiente carga de gastos para numerosas empresas, amenazadas por el cierre si no cumplen con la normativa, amenaza que se cumplió en el caso de varias empresas valencianas en este final de verano. Asimismo, constantemente se nos bombardea desde las administraciones nacionales con la necesidad de consumir menos energía, en teoría para producir así menos desgaste de las energías no renovables (carbón, petróleo, uranio, &c.), las únicas que son capaces de sostener nuestro consumo energético a día de hoy, pues las renovables apenas sirven para que los edificios públicos puedan autoabastecerse, siempre que el día sea soleado. No obstante, todo este movimiento que lucha contra el presunto cambio climático, aun siendo ridículo en muchos casos, es capaz de movilizar a los países más desarrollados (menos Estados Unidos), y no puede tomarse a la ligera.
Que las emisiones de gases industriales a la atmósfera producen un efecto en ella no puede negarse. Es indudable que la presencia de esos gases influye sobre la atmósfera y su temperatura, al menos localmente; las grandes ciudades, sobre todo en sus zonas industriales, sufren mayores temperaturas que muchos lugares campestres aledaños a ellas. Sin embargo, la desaparición de esos gases vertidos a la atmósfera por efecto del cumplimiento del Protocolo de Kioto no provocará más que una incidencia mínima en la temperatura global del planeta (alrededor de unas décimas de grado de cara a los próximos cien años) a costa de unas pérdidas considerables en la productividad de las empresas, como señalan los detractores de estas prácticas. De hecho, muchos consideran que el Protocolo de Kioto es una estrategia política para desposeer de las pocas industrias que atesoran los países en vías de desarrollo, en base a su carácter contaminante; otros entenderían, en el mismo contexto pero con un sentido distinto, que la reducción de la emisión de dióxido de carbono en los países en desarrollo implicaría el traslado de esas industrias a otros países donde los costes de producción serían más bajos, dentro de la propia dinámica del capitalismo y la dialéctica de Estados. Además, la incidencia y degradación de la atmósfera debida a los gases de las industrias son en general muy inferiores a lo que los más catastrofistas señalan; incluso las erupciones volcánicas provocan mayor daño a la capa de ozono (hoy recuperada de su agujero antártico) que los gases vertidos a la atmósfera en todo este tiempo de revolución industrial. Por lo tanto, de ser cierto que los gases vertidos a la atmósfera producen el efecto invernadero, entonces éste se habría producido ya desde tiempos prehistóricos, incluso millones de años antes de la aparición del hombre en el planeta.
Quizás por la amenaza que supone para la productividad empresarial, los hoy día autodenominados «liberales» consideran a la ideología antiglobalizadora que defiende el Protocolo de Kioto como una suerte de marxismo reciclado, una nueva ideología que busca la destrucción del capitalismo. Sin embargo, este juicio hemos de considerarlo completamente extravagante y falso, pues nunca el marxismo en sus diferentes versiones tuvo la más mínima preocupación ecológica, en tanto que suponía al hombre como señor y dominador de la Naturaleza. Es más, el marxismo, incluso en su versión soviética, nunca dejó de tener en lo más alto de su cúpula ideológica la Idea de Progreso heredada del siglo XIX, época en la que los paradigmas (en el sentido de Kuhn) que imperaban eran los de la Mecánica de Newton: la acción de los gases sobre la atmósfera provocará una reacción de la capa de aire terrestre (siguiendo el Tercer Principio de la mecánica newtoniana), con el consiguiente equilibrio, todo un refuerzo para la Dialéctica de la Naturaleza de Engels que después sería asimilada como materialismo dialéctico por Lenin, Estalin y otros.
Por eso mismo, hay que rechazar de plano que los que predicen el cambio climático sean marxistas, salvo en su versión de tontos útiles, que les incluiría tanto a ellos como a las sociedades protectoras de animales o a los defensores de la legalización de las drogas; sería una vinculación puramente coyuntural y procedimental, pero nunca doctrinal. Y si se nos solicitan pruebas al respecto, no tenemos más que comprobar cómo quedó el Mar de Aral, completamente seco, o los Ríos Volga o Lena, completamente contaminados. En cualquier caso, el desarrollo de la Química ha permitido conocer que la concepción decimonónica de la contaminación no era acertada, pues existe una degradación de la atmósfera producto de la combustión de energías fósiles, al reaccionar los gases producidos con las moléculas de ozono. Pero tales procesos tienen una importancia relativa respecto a los cambios climáticos, como aquí hemos señalado.
De hecho, no sería descabellado considerar que el sintagma cambio climático es redundante, pues el clima no ha hecho más que cambiar desde las edades más antiguas. El clima ha cambiado desde la Prehistoria (glaciaciones) hasta la actualidad, pasando por la Edad Media, donde era tremendamente caluroso; tanto es así que los vikingos bautizaron a la gran isla cercana al Polo Norte como Groenlandia, «la tierra verde», a pesar de encontrarse hoy día totalmente cubierta de hielo y nieve.
* * *
No obstante, las cuestiones puramente científicas o técnicas acaban siendo desbordadas por los diferentes acontecimientos vividos estos últimos meses. De hecho, no ha sido idéntica la reacción ante el tsunami índico que ante el huracán Katrina. Si el primero provocó el inmediato envío de ayuda, el último desastre ha provocado reticencias a la hora de socorrer, por escasos que sean los medios, a los afectados por el huracán de Nueva Orleans; incluso hay quien ha insinuado, cuando no exigido desde la tribuna periodística, que tal ayuda debería ofrecerse sólo si a cambio se obtienen beneficios políticas, (como la deseada entrevista con Jorge Bush que lleva meses deseando el presidente del gobierno español). En suma, muchos han llegado a celebrar, al igual que celebraron el 11-S, que el huracán Katrina no ha sucedido en un país pobre, sino en el auténtico motor del planeta, Estados Unidos, como si los estadounidenses «se lo hubieran merecido». Incluso los «intelectuales» (o impostores) de la prensa nacional han presentado como hipócrita la actitud de Estados Unidos solicitando ayuda, destacando el proverbial egoísmo yanqui (algo completamente falso, pues Estados Unidos fue el país que más dinero y recursos humanos aportó para paliar los daños de la catástrofe del Océano Índico).
Algunos incluso señalarán que ese merecimiento se debe a la acción contaminante del capitalismo egoísta y rapaz de Bush Sr. y Jr., cuya negativa a firmar el Protocolo de Kioto y frenar el efecto invernadero habría provocado el desastre que ahora sufren. Asimismo, que la ayuda provenga de Europa parece que humilla y postra a Estados Unidos; de ahí las contrapartidas solicitadas a cambio de la ayuda. Sin embargo, resulta sospechoso que quienes apelaron a la ética cuando se produjo un conflicto político como la guerra de Iraq (con el ¡No a la Guerra! ya conocido), ahora intenten analizar esta catástrofe humana desde la perspectiva de la política, en forma de un peculiar chantaje. Parecen olvidar que el principal deber ético, cuando se produce una de estas catástrofes, es auxiliar a los que aún permanecen atrapados entre las aguas, sin comida ni hogar, independientemente de sus preferencias políticas (sólo así se entiende que Cuba, uno de los principales rivales políticos de Estados Unidos, le haya ofrecido ayuda). Y quien considera que una ayuda en estos casos debe servir para obtener determinados réditos políticos, carece por completo de la más mínima ética (lo que de paso serviría para darse cuenta de que, bajo la mansedumbre ética del ¡No a la guerra! se esconde la mala fe de quien sólo busca réditos políticos, como así sucedió del 11 al 14 de Marzo de 2004, cuando el PSOE prefirió utilizar todo tipo de añagazas y calumnias para ganar las elecciones, antes de preocuparse por la atención de los heridos en la matanza de Atocha).
* * *
De todos modos, los desastres atmosféricos y las manifestaciones y decisiones tomadas al respecto que aquí estamos señalando cobran su importancia desde la ideología aureolada de la antiglobalización que defiende la aplicación del Protocolo de Kioto y responsabiliza al capitalismo depredador de huracanes y tormentas. Entendemos esa ideología aureolar en el sentido señalado desde el materialismo filosófico por Gustavo Bueno en La vuelta a la caverna (Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 257-260), siendo entendida la antiglobalización, en tanto que opuesta a una Globalización que tendría su sujeto en la Humanidad, un proceso real envuelto por una aureola que incorpora el proceso existente a una serie de ideas aún no existentes: las tormentas y huracanes actuales, a un futuro donde el cambio climático producto del efecto invernadero se habría culminado, en este caso. Sin embargo, como sucede con toda idea aureolada, cuando los fenómenos del presente no se prestan a sus predicciones, dada la endeblez de los datos y estudios sobre el efecto invernadero, a pesar de ser machaconamente pregonados en los medios de comunicación, es necesario crear una nueva situación que exima de la crítica a sus defensores y que explique, pongamos por caso, las tormentas de nieve y el frío extremo. Así, de un futuro planeta desértico y carente de precipitaciones, se pasaría al extremo: a una glaciación, pongamos por caso
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Sus comentarios son impotantes. Gracias