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domingo, febrero 24, 2008

Un futuro planeta desértico y carente de precipitaciones, al extremo:de a una glaciación

Cambio climáticoe ideología aureolada de la Antiglobalización
José Manuel Rodríguez Pardo
Los últimos desastres meteorológicos constituyen una confirmaciónpara quienes defienden que el planeta está sufriendo un cambio climático

Las navidades del año 2004 pudimos presenciar el terrible maremoto o tsunami producido en el Océano Índico, cuyas consecuencias en daños materiales y víctimas han sido desastrosas. Este verano hemos podido ver cómo el huracán Katrina ha provocado en Estados Unidos un desastre de proporciones inesperadas en ese país; asimismo, otros fenómenos más cercanos, como los tornados sufridos en Barcelona recientemente, han provocado auténtica fiebre por cumplir el Protocolo de Kioto y otros medios para paliar el efecto invernadero, al parecer responsable, según ciertos meteorólogos y políticos, de un cambio climático cuyos síntomas se van agudizando, a tenor de lo que hemos relatado hasta ahora.
Son estos mismos personajes quienes sentencian, sin mayores preámbulos, que uno de los países más afectados por ese cambio climático será España –a pesar de haber reducido su industria a la mínima expresión hace ya varios años–, donde las temperaturas aumentarán drásticamente a medio plazo y su fauna cambiará hasta ser invadida por especies de latitudes más cálidas, según afirma la Ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. A decir verdad que España está conociendo ya mismo a nuevas especies invasoras, pero no a causa de un presunto cambio climático, sino por la acción del mercado pletórico del que los españoles adquieren nuevas mascotas extravagantes, como boas constrictoras, caimanes y otros especímenes que liberan una vez que se han cansado de ellos o son incapaces de mantenerlos, dado su exagerado tamaño. Quizás de estos fenómenos, explicables desde otra perspectiva bien distinta, la señora Narbona y otros sabios climáticos hayan obtenido algunas de sus teorizaciones.
Bromas aparte, hay que recordar que el pasado año se firmó el Protocolo de Kioto, acuerdo que obliga a reducir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con la consiguiente carga de gastos para numerosas empresas, amenazadas por el cierre si no cumplen con la normativa, amenaza que se cumplió en el caso de varias empresas valencianas en este final de verano. Asimismo, constantemente se nos bombardea desde las administraciones nacionales con la necesidad de consumir menos energía, en teoría para producir así menos desgaste de las energías no renovables (carbón, petróleo, uranio, &c.), las únicas que son capaces de sostener nuestro consumo energético a día de hoy, pues las renovables apenas sirven para que los edificios públicos puedan autoabastecerse, siempre que el día sea soleado. No obstante, todo este movimiento que lucha contra el presunto cambio climático, aun siendo ridículo en muchos casos, es capaz de movilizar a los países más desarrollados (menos Estados Unidos), y no puede tomarse a la ligera.
Que las emisiones de gases industriales a la atmósfera producen un efecto en ella no puede negarse. Es indudable que la presencia de esos gases influye sobre la atmósfera y su temperatura, al menos localmente; las grandes ciudades, sobre todo en sus zonas industriales, sufren mayores temperaturas que muchos lugares campestres aledaños a ellas. Sin embargo, la desaparición de esos gases vertidos a la atmósfera por efecto del cumplimiento del Protocolo de Kioto no provocará más que una incidencia mínima en la temperatura global del planeta (alrededor de unas décimas de grado de cara a los próximos cien años) a costa de unas pérdidas considerables en la productividad de las empresas, como señalan los detractores de estas prácticas. De hecho, muchos consideran que el Protocolo de Kioto es una estrategia política para desposeer de las pocas industrias que atesoran los países en vías de desarrollo, en base a su carácter contaminante; otros entenderían, en el mismo contexto pero con un sentido distinto, que la reducción de la emisión de dióxido de carbono en los países en desarrollo implicaría el traslado de esas industrias a otros países donde los costes de producción serían más bajos, dentro de la propia dinámica del capitalismo y la dialéctica de Estados. Además, la incidencia y degradación de la atmósfera debida a los gases de las industrias son en general muy inferiores a lo que los más catastrofistas señalan; incluso las erupciones volcánicas provocan mayor daño a la capa de ozono (hoy recuperada de su agujero antártico) que los gases vertidos a la atmósfera en todo este tiempo de revolución industrial. Por lo tanto, de ser cierto que los gases vertidos a la atmósfera producen el efecto invernadero, entonces éste se habría producido ya desde tiempos prehistóricos, incluso millones de años antes de la aparición del hombre en el planeta.
Quizás por la amenaza que supone para la productividad empresarial, los hoy día autodenominados «liberales» consideran a la ideología antiglobalizadora que defiende el Protocolo de Kioto como una suerte de marxismo reciclado, una nueva ideología que busca la destrucción del capitalismo. Sin embargo, este juicio hemos de considerarlo completamente extravagante y falso, pues nunca el marxismo en sus diferentes versiones tuvo la más mínima preocupación ecológica, en tanto que suponía al hombre como señor y dominador de la Naturaleza. Es más, el marxismo, incluso en su versión soviética, nunca dejó de tener en lo más alto de su cúpula ideológica la Idea de Progreso heredada del siglo XIX, época en la que los paradigmas (en el sentido de Kuhn) que imperaban eran los de la Mecánica de Newton: la acción de los gases sobre la atmósfera provocará una reacción de la capa de aire terrestre (siguiendo el Tercer Principio de la mecánica newtoniana), con el consiguiente equilibrio, todo un refuerzo para la Dialéctica de la Naturaleza de Engels que después sería asimilada como materialismo dialéctico por Lenin, Estalin y otros.
Por eso mismo, hay que rechazar de plano que los que predicen el cambio climático sean marxistas, salvo en su versión de tontos útiles, que les incluiría tanto a ellos como a las sociedades protectoras de animales o a los defensores de la legalización de las drogas; sería una vinculación puramente coyuntural y procedimental, pero nunca doctrinal. Y si se nos solicitan pruebas al respecto, no tenemos más que comprobar cómo quedó el Mar de Aral, completamente seco, o los Ríos Volga o Lena, completamente contaminados. En cualquier caso, el desarrollo de la Química ha permitido conocer que la concepción decimonónica de la contaminación no era acertada, pues existe una degradación de la atmósfera producto de la combustión de energías fósiles, al reaccionar los gases producidos con las moléculas de ozono. Pero tales procesos tienen una importancia relativa respecto a los cambios climáticos, como aquí hemos señalado.
De hecho, no sería descabellado considerar que el sintagma cambio climático es redundante, pues el clima no ha hecho más que cambiar desde las edades más antiguas. El clima ha cambiado desde la Prehistoria (glaciaciones) hasta la actualidad, pasando por la Edad Media, donde era tremendamente caluroso; tanto es así que los vikingos bautizaron a la gran isla cercana al Polo Norte como Groenlandia, «la tierra verde», a pesar de encontrarse hoy día totalmente cubierta de hielo y nieve.
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No obstante, las cuestiones puramente científicas o técnicas acaban siendo desbordadas por los diferentes acontecimientos vividos estos últimos meses. De hecho, no ha sido idéntica la reacción ante el tsunami índico que ante el huracán Katrina. Si el primero provocó el inmediato envío de ayuda, el último desastre ha provocado reticencias a la hora de socorrer, por escasos que sean los medios, a los afectados por el huracán de Nueva Orleans; incluso hay quien ha insinuado, cuando no exigido desde la tribuna periodística, que tal ayuda debería ofrecerse sólo si a cambio se obtienen beneficios políticas, (como la deseada entrevista con Jorge Bush que lleva meses deseando el presidente del gobierno español). En suma, muchos han llegado a celebrar, al igual que celebraron el 11-S, que el huracán Katrina no ha sucedido en un país pobre, sino en el auténtico motor del planeta, Estados Unidos, como si los estadounidenses «se lo hubieran merecido». Incluso los «intelectuales» (o impostores) de la prensa nacional han presentado como hipócrita la actitud de Estados Unidos solicitando ayuda, destacando el proverbial egoísmo yanqui (algo completamente falso, pues Estados Unidos fue el país que más dinero y recursos humanos aportó para paliar los daños de la catástrofe del Océano Índico).
Algunos incluso señalarán que ese merecimiento se debe a la acción contaminante del capitalismo egoísta y rapaz de Bush Sr. y Jr., cuya negativa a firmar el Protocolo de Kioto y frenar el efecto invernadero habría provocado el desastre que ahora sufren. Asimismo, que la ayuda provenga de Europa parece que humilla y postra a Estados Unidos; de ahí las contrapartidas solicitadas a cambio de la ayuda. Sin embargo, resulta sospechoso que quienes apelaron a la ética cuando se produjo un conflicto político como la guerra de Iraq (con el ¡No a la Guerra! ya conocido), ahora intenten analizar esta catástrofe humana desde la perspectiva de la política, en forma de un peculiar chantaje. Parecen olvidar que el principal deber ético, cuando se produce una de estas catástrofes, es auxiliar a los que aún permanecen atrapados entre las aguas, sin comida ni hogar, independientemente de sus preferencias políticas (sólo así se entiende que Cuba, uno de los principales rivales políticos de Estados Unidos, le haya ofrecido ayuda). Y quien considera que una ayuda en estos casos debe servir para obtener determinados réditos políticos, carece por completo de la más mínima ética (lo que de paso serviría para darse cuenta de que, bajo la mansedumbre ética del ¡No a la guerra! se esconde la mala fe de quien sólo busca réditos políticos, como así sucedió del 11 al 14 de Marzo de 2004, cuando el PSOE prefirió utilizar todo tipo de añagazas y calumnias para ganar las elecciones, antes de preocuparse por la atención de los heridos en la matanza de Atocha).
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De todos modos, los desastres atmosféricos y las manifestaciones y decisiones tomadas al respecto que aquí estamos señalando cobran su importancia desde la ideología aureolada de la antiglobalización que defiende la aplicación del Protocolo de Kioto y responsabiliza al capitalismo depredador de huracanes y tormentas. Entendemos esa ideología aureolar en el sentido señalado desde el materialismo filosófico por Gustavo Bueno en
La vuelta a la caverna (Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 257-260), siendo entendida la antiglobalización, en tanto que opuesta a una Globalización que tendría su sujeto en la Humanidad, un proceso real envuelto por una aureola que incorpora el proceso existente a una serie de ideas aún no existentes: las tormentas y huracanes actuales, a un futuro donde el cambio climático producto del efecto invernadero se habría culminado, en este caso. Sin embargo, como sucede con toda idea aureolada, cuando los fenómenos del presente no se prestan a sus predicciones, dada la endeblez de los datos y estudios sobre el efecto invernadero, a pesar de ser machaconamente pregonados en los medios de comunicación, es necesario crear una nueva situación que exima de la crítica a sus defensores y que explique, pongamos por caso, las tormentas de nieve y el frío extremo. Así, de un futuro planeta desértico y carente de precipitaciones, se pasaría al extremo: a una glaciación, pongamos por caso

Análisis de la Existencia de Dios desde la Filosófia


www.fgbueno.es/hem/2007k07.htm

Dios en la filosofía de Gustavo Bueno
Alfonso Fernández Tresguerres
Publicado en J. L. Cabria y J. Sánchez-Gey (eds.), Dios en el pensamiento hispano del siglo XX, Ediciones Sígueme, Salamanca 2002, págs. 291-331
La reflexión filosófica de Gustavo Bueno sobre la religión parte de una constatación que nos parece difícilmente discutible, y es ésta: que siendo Dios (como en efecto es) uno de los contenidos esenciales de la religión, ésta no puede, pese a todo, identificarse sin más con Él. Y que esto es así lo prueba el hecho de que la religión (las religiones) se halla constituida por múltiples y diversos fenómenos que no tienen una relación directa e inmediata con Dios (a menos que con el padre Schmidt y la Escuela de Viena estemos dispuestos a hacer del hombre del Paleolítico un teólogo que habría llegado a la idea del Dios único y metafísico; un Dios que se habría mantenido latente en todas las formas primitivas de religiosidad). Al contrario: más bien habría que decir que Dios (el Dios de las grandes religiones monoteístas) es un contenido muy tardío en el desarrollo y desenvolvimiento de la historia de las religiones. Sólo cuando tenga lugar (por influjo, sin duda, de la filosofía griega) una enérgica rectificación del delirio mitológico propio de las religiones politeístas (de lo que Bueno llamará religiones secundarias) comenzará a abrirse paso la idea del Dios único propio del monoteísmo (de las religiones terciarias). Se trata, por tanto, de que la Idea de Dios ni agota ni recubre todo el campo de la fenomenología religiosa, y por lo mismo tampoco Dios puede ser visto como el contenido nuclear de la religión a partir del cual podría explicarse la génesis y desarrollo de las formas de religiosidad. Pero es que además existe otra importante razón que obliga a negar drásticamente la identificación entre Dios y la religión, y es que, en último término, cabe constatar la existencia de concepciones de Dios (de teologías, diríamos) que suponen la negación de la religión misma. Es el caso del Dios de Aristóteles, con el que no cabe mantener relación de ningún tipo, y, desde luego, tampoco ese peculiar tipo de relación a la que cabría calificar de «religiosa», porque el Dios aristotélico (motor inmóvil, pensamiento que se piensa a sí mismo) ni conoce el mundo ni la existencia del género humano. Otro tanto sucede con los dioses epicúreos, y lo mismo podría decirse del Dios de los deístas, al menos de aquéllos que se encuadran en las posiciones más radicales, como es el caso de Voltaire.
Esta distinción de carácter ontológico entre Dios y la religión conduce a Gustavo Bueno a otra importante distinción, ahora de carácter gnoseológico, entre Teología natural (que quiere ser ante todo Teología filosófica) y Filosofía de la religión, y al análisis de sus relaciones mutuas y de sus peculiaridades y alcances respectivos en tanto que saberes sobre la religión. Comenzaremos por esta segunda cuestión para volver luego a Dios y a la religión.
ITeología natural y Filosofía de la religión
En una sociedad dada es posible detectar la presencia de múltiples creencias (no todas ellas de carácter religioso, desde luego); creencias (nebulosas ideológicas, nubes de creencias más que sistemas plenamente organizados) que por fuerza entran en contacto y relación entre sí (de naturaleza conflictiva muchas veces), por lo que se ven obligadas a definir sus contornos, a delimitarse frente a las otras, a fundamentarse, en suma. Gustavo Bueno utiliza el término «nematología» para referirse a la actividad doctrinal que las diversas nubes de creencias despliegan con el propósito de alcanzar los objetivos antes señalados. Nematológicas son, pues, todas aquellas especulaciones –mitológicas, ideológicas, filosófico-mundanas incluso, pero siempre doctrinales– encaminadas a establecer, fundamentar y justificar las coordenadas de una creencia determinada.
Pero dicho esto, es necesario establecer alguna discriminación entre los diversos saberes nematológicos, pues no todos ellos son idénticos ni se presentan en el mismo plano. Por lo pronto, algunos son internos a la creencia en cuestión, en tanto que otros quieren mantenerse en el exterior de la misma (aunque, como es obvio, hayan brotado genéticamente de ella). En el primer caso hablaríamos de Nematología positiva, y en el segundo de Nematología preambular. La nematología positiva se ocupa de la reconstrucción y reexposición de los contenidos de la creencia (Nematología positiva dogmática, «filológica»); mas también de la axiomatización de esos contenidos utilizando instrumentos que pertenecen a otros ámbitos distintos a la creencia en cuestión (Nematología sistemática o escolástica). Por último, la nematología positiva puede intentar regresar desde las creencias a los fundamentos desde los cuales aquéllas (en una perspectiva emic) se han constituido (Nematología fundamental). En cambio, la nematología preambular aspira a la reconstrucción y fundamentación de las creencias, pero «desde fuera», es decir, desde otros sistemas distintos a la nube ideológica de referencia y, por lo tanto, desde supuestos distintos a ella.
Pues bien, cuando las creencias vienen referidas a instituciones constituidas a partir de religiones positivas terciarias (religiones monoteístas), la Nematología se presenta como Teología (porque ahora será Dios el contenido central de la creencia). En consecuencia, Bueno sostendrá de manera tajante que la Teología no es otra cosa que la Nematología de las nebulosas de creencias organizadas en torno a la Iglesia Romana y que la supuesta racionalización teológica es pura y simple actividad nematológica (sin que ello signifique, desde luego, que toda actividad nematológica sea de carácter teológico. Existen, por supuesto, múltiples nematologías de creencias que no tienen nada que ver con la religión. O dicho de otro modo: la Teología es nematología, pero no toda nematología es teológica). Paralelamente a la clasificación anterior, hablaremos ahora de una Teología positiva que, interna a la nube de creencias, parte de la fe, de la Revelación, sin intentar reducirla a la razón, sino, a lo sumo, delimitar el misterio, que intenta, en definitiva, leer en el libro de las Sagradas escrituras, y que puede presentarse, según los casos, como Teología dogmática, Teología escolástica y Teología fundamental. La pregunta es qué papel cabría asignar a la razón en el ámbito de la Teología dogmática, toda vez que los contenidos de ésta son declarados praeterracionales, praetelógicos o prelógicos. Según Bueno, la enorme diversidad de posturas al respecto podrían encajar en tres grupos: a) las que entienden la Teología dogmática como Teología ilativa: aquélla que mediante el «silogismo teológico» (que parte de una premisa mayor cuyo origen es la fe, y una premisa menor basada en la razón natural para alcanzar una conclusión teológica) intenta extraer conclusiones del inagotable deposito revelado; b) las que la entienden como Teología analógica o transpositiva: que intenta la re-exposición o transposición de un dogma dado a un sistema racional previo (por ejemplo, el dogma de la Santísima Trinidad a parámetros ópticos: Dios-Padre es el rayo de luz que se refleja en una espejo (Dios-Hijo) dando lugar a un nuevo rayo de vuelta (Dios-Espíritu Santo); y c): aquéllas que la ven como Teología dogmática estructural o interna: encargada de establecer comparaciones entre dogmas distintos. Y hablaríamos de Teología preambular, cuando, al contrario que la anterior, ya no es interna a la creencia, desde el momento en que pretende presentarse como Ciencia o Filosofía, y no parte de la Revelación, sino de la Naturaleza (quiere leer, diríamos, en el libro de la Naturaleza), aunque, en último término, sea la Revelación quien orienta esos conocimientos naturales. Teología preambular es, en una palabra, Teología natural: intento de justificar y fundamentar racionalmente la creencia religiosa terciaría, de reducir racionalmente tal creencia a sistemas de creencias mundanas.
La cuestión que ahora es preciso plantear es la siguiente: ¿se podría afirmar que en la Teología natural se encuentra una respuesta adecuada a la pregunta por la religión? La respuesta de Bueno es terminante: en absoluto. Más aun: de lo que llevamos dicho parece deducirse la tesis según la cual (como nematología que es) más que un saber, en sentido estricto, sobre la religión es ella misma un fenómeno religioso que ha de poder ser explicado por una verdadera teoría de la religión (obviamente, la tesis nos parece que cobra carácter de evidencia referida a la Teología positiva). Y la forma en que dicho fenómeno es explicado por la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno acabamos de verla: la Teología es mera actividad nematológica.
Pero no se trata únicamente de que para poder considerar que la Teología natural responde adecuadamente a la pregunta por la religión fuera necesario compartir las creencias en torno a las cuales se articula (aunque algo de eso hay, desde luego; lo que nuevamente resulta mucho más claro en el caso de la Teología positiva). La cuestión es, gnoseológicamente hablando, mucho más interesante que todo eso. La Teología natural estructura y organiza sus contenidos en torno a la Idea de Dios. Pero Dios, como hemos comenzado señalando, no puede identificarse sin más con la religión ni puede ser considerado tampoco el contenido nuclear de la misma. Ocurre que el Dios de la Teología natural es el Dios de la Ontoteología, y el problema de su existencia es competencia de la Ontología, no de la Filosofía de la religión en cuanto tal, y por eso la Teología natural se resuelve en Metafísica y no en una verdadera Filosofía de la religión. La gran diferencia entre una y otra es que ésta organiza sus contenidos no en torno a Dios, sino en torno al Hombre, que es quien se nos presenta como religioso, y por eso es Antropología filosófica, no Metafísica. Por lo demás, cabría añadir que el Dios de la Teología natural no es algo que pueda presuponerse como una realidad ya dada, en torno a la cual pudiera irse organizando dicha disciplina; y esto significa que sólo si se prueba efectivamente la existencia de Dios puede haber Teología, esto es, ciencia (logos) sobre Él. Pero, en cualquier caso, desde el momento en que la Teología centra sus contenidos y desarrollos en torno a Dios, se está cerrando a sí mismo el paso hacia una comprensión de los fenómenos religiosos, porque Dios –repitámoslo una vez más– no es la religión, y por eso, una vez que la Ontología se haya pronunciado sobre la existencia de Dios (tanto si ese pronunciamiento es afirmativo como si no lo es) todavía falta por explicar la religión misma, de la que hasta ese momento no se ha dicho gran cosa; aunque, ciertamente, lo que se ha dicho (que hay Dios o que no lo hay) sea fundamental. Lo que queremos decir es que negar o afirmar la existencia de Dios no es suficiente para considerar que se ha dado respuesta a la pregunta por la religión. Por eso ni la Teología natural (que la afirma) ni tantas filosofías ateas (que la niegan) pueden ser consideradas verdaderas filosofías de la religión. Dios es un fenómeno religioso, mas no la religión misma, de ahí que la respuesta a la pregunta por la existencia de aquél no pueda ser vista como respuesta adecuada ni suficiente a la pregunta por la esencia de ésta. La primera de esas preguntas (insistimos) ha de ser respondida por la Ontología; la segunda, por la Filosofía de la religión; Filosofía de la religión que, por supuesto, no ha de pensarse exenta de cualesquiera premisas ontológicas, como tampoco lo está de cualesquiera premisas antropológicas. Una filosofía de la religión es imposible –e impensable– al margen de una determinada concepción de la realidad y al margen de una determinada concepción sobre el hombre, y, en consecuencia, como tal disciplina filosófica ha de verse necesariamente dependiente de una determinada Ontología y de una determinada Antropología filosófica. Pero esto es una cuestión distinta. Lo que ahora intentamos aclarar es que de ninguna manera estamos autorizados a confundir la Ontología misma –la Ontoteología– con la Filosofía de la religión, y esto es precisamente lo que hace la Teología natural, tanto en su versión escolástica, medieval y moderna, como ilustrada, es decir, deísta.
En la Escolástica (principalmente en Santo Tomás de Aquino), cualquiera que sea la valoración que pueda merecernos la Teología natural, en tanto que posicionamiento racionalista frente a las tendencias fideístas e irracionalistas del momento, es claro, sin embargo, que acaba por cristalizar en un cuerpo doctrinal, de carácter racional, sin duda, pero que no es, ciertamente, Filosofía de la religión, sino Ontología; y aun en el supuesto de que en dicha Ontología pudieran encontrarse las premisas de una verdadera Filosofía de la religión (en la medida en que los Preambula fidei pudieran ser vistos como un intento de fundamentación racional de todas las religiones), es decir, aun en el supuesto de que admitamos que se da un regressus efectivo de los fenómenos a las Ideas, es obvio que en el progressus queda bloqueada la comprensión adecuada de la religión, ya que desde esas Ideas determinadas es imposible cubrir la totalidad del campo fenoménico, desde el mismo momento en que muchos de esos fenómenos (y seguramente aquéllos más significativos) son declarados de naturaleza sobrenatural, y por ello accesibles sólo a la fe, no a la razón. Y por lo que respecta al cuerpo fenoménico de otras religiones distintas a la cristiana, será declarado de naturaleza demoníaca o tildado de mera idolatría.
En la fase ilustrada, la teoría de la religión articulada en torno al concepto de «religión natural» de los deístas (Voltaire, Rousseau, &c.) rechaza todo contenido que no sea racional, lo que al cabo supone quedarse tan sólo con la afirmación de la existencia de Dios, a la que se llegará mediante una argumentación a posteriori basada en las causas finales (el Dios-relojero de Voltaire puede servirnos de ejemplo); un Dios que, después de todo, no pasa probablemente de ser un simple concepto metafísico que seguramente acaba por hacer tan imposible la religión misma como lo hacía el Dios aristotélico. Una concepción de Dios, en suma, que constituye seguramente la antesala del ateísmo moderno. Pero en todo caso, lo que ahora nos interesa subrayar es que el deísmo, lo mismo que había hecho antes la Escolástica, reduce el problema de la religión al problema de Dios, o lo que es lo mismo, la Filosofía de la religión a Ontoteología, y aunque a diferencia del pensamiento escolástico, que considera el cuerpo doctrinal del cristianismo de naturaleza sobrenatural, los deístas definan como simple superstición el campo fenoménico positivo de las religiones todas (sin excluir la cristiana), porque superstición es para ellos toda proposición religiosa que no sea la escueta afirmación de la existencia de Dios, es evidente, no obstante, que con todo ello se está renunciando a la elaboración de una verdadera teoría de la religión, ya que la fenomenología religiosa resulta segregada de la teoría misma, encomendándose su clarificación y explicación a la Psicología, la Sociología, la Historia o a alguna otra disciplina científica particular.
Así pues, que entre la Filosofía de la religión y la Teología natural pueda darse una convivencia pacífica, una suerte de complemento y cooperación, como no hace mucho tiempo pedía Juan Pablo II en una de sus encíclicas, es, según Gustavo Bueno, una pura ilusión. Mas bien habría que decir que cada una de esas disciplina se constituye por negación explícita de la otra, y por eso se entiende perfectamente que la Filosofía de la religión no haya podido surgir durante el reinado y dominio aplastante de la Teología natural, esto es, durante la escolástica cristiana medieval y moderna (ésta última representada muy especialmente por la escolástica española, con Francisco Suárez a la cabeza). Solamente cuando en el siglo XVIII se produzca la crisis y derrumbamiento de la Ontoteología (demolición que hay que atribuir de manera fundamental a Kant) comienza a abrirse paso la Filosofía de la religión, como disciplina autónoma y con pleno derecho a ocupar un lugar en el conjunto de las disciplinas filosóficas. Ahora bien, el pensamiento kantiano supone, es cierto, la ruina de la Ontoteología, pero no la de la misma Idea de Dios, que será considerada ahora ilusión trascendental, como componente esencial de la conciencia humana. A partir de este momento será factible el intento de repensar y reexponer el campo fenoménico positivo de la religión, no ya en términos sobrenaturales, como quiere el pensamiento escolástico, ni tampoco en términos sociológicos (como imposturas) o psicológicos (como alucinaciones), tal como pretenden los deístas, sino en términos de desarrollo de la conciencia, tal como hará Hegel, el año 1824, en sus Lecciones sobre filosofía de la religión, lo que supone la definitiva implantación de esta disciplina en el conjunto de las disciplinas filosóficas (sin olvidar el precedente de Espinosa, en su Tratado teológico-político, analizado muy detenidamente por Bueno en El animal divino).
Pero, como ya hemos tendido ocasión de señalar, es preciso percatarse de que el cambio de perspectiva que se ha producido en la forma de plantearse la pregunta por la religión es muy profundo, porque ahora la problemática por ella suscitada ya no se resolverá en Dios (como en el caso de la Teología Natural), sino en el hombre. Y de este modo, la Filosofía de la religión se constituye como un subsistema de la Antropología filosófica; un subsistema que pretende dar cuenta de todos los fenómenos religiosos, que son fenómenos humanos. Por ese motivo no cabe imaginar una filosofía de la religión como disciplina «exenta», libre de cualquier premisa o presupuesto filosóficos; por el contrario, la Filosofía de la religión depende muy directamente de las posiciones de la Antropología filosófica a partir de la que se constituye, la cual, a su vez, carece de sentido al margen de un sistema filosófico global, en el que, entre otras cosas, se adopten compromisos ontológicos muy fuertes. Por eso, la Filosofía de la religión es materialista o es espiritualista, es antropocéntrica o no, y según lo que sea, así serán sus relaciones con la Teología natural. Mas si se persiste en definir con un término las relaciones entre ambas disciplinas, ese término no ha de ser otro que el de «incompatibilidad», en absoluto «armonía». La Filosofía de la religión se constituye en confrontación con la Teología natural, y por eso no es casual que sea posterior a ésta y que sólo comience a despuntar cuando se produce la crisis de la Ontoteología, esto es, en el momento en el que nace la duda respecto al Dios de las religiones terciarias. O dicho de forma todavía más radical: el horizonte desde el que es posible la Filosofía de la religión (en tanto que pregunta por la esencia de ésta) es el ateísmo (no tiene ningún sentido que se pregunte qué es la Religión el creyente terciario, dado que sobradamente cree saberlo ya). Por eso en modo alguno era de esperar que se hubiese constituido una disciplina como la Filosofía de la religión en la Edad Media, momento de apogeo del reinado de la Teología natural (reinado que se extiende incluso hasta el siglo XVI) ni tampoco en la Antigüedad, aunque en este caso por razones distintas: precisamente, por no hallarse constituidas las religiones terciarias.
Todo esto no quiere decir, desde luego, que tras la crisis de la Ontoteología no pueden detectarse nuevos ensayos (incluso en el momento presente) de nematologías religiosas que, aunque acogidas formalmente bajo el rótulo. Filosofía de la religión aunque presentadas, por tanto, formalmente como Filosofía, son en realidad, Teología, y más en concreto Teología preambular. Este es el caso, según Bueno, de X. Zubiri y su concepto de «religación».
Zubiri parte de un supuesto (que es, en realidad, una mera creencia religiosa): todos los hombres, en tanto que son criaturas de Dios, están vinculados a Él en su mismo ser, constitutivamente. Esa vinculación es la religación, y esa religación es el fundamento de la religión. Tal concepto de religación metafísica (metafísica, porque el término de esa relación es algo in-determinado, in-finito, el ser fundante, la Poderosidad infinita) es un intento manifiesto y voluntario de mantener la problemática y la concepción de la religión en el ámbito de las religiones terciarias, presuponiendo, además, la fe cristiana.
Observemos que ese supuesto general se desdobla (por así decirlo) en otros dos: primero, que existe un ens fundamentale de naturaleza divina; y segundo, que ese ser es el correlato de la relación trascendental implicada en la religión. Ahora bien, si negamos la existencia de Dios, no tiene ningún sentido hablar de su función religadora o apoderante. Para que toda la construcción metafísica de Zubiri tenga algún sentido, hay que comenzar por presuponer (y es mucho presuponer) que Dios existe. Pero es que ni siquiera aceptando ese supuesto se podría mantener la idea de religación: un ser personal, infinito (aun en el absurdo de que fuese consciente) no puede ser religador de la conciencia humana porque la absorbería, la disolvería en su misma infinitud.
No hay, pues, forma alguna de considerar el planteamiento de Zubiri, no ya una filosofía verdadera de la religión, sino ni siquiera una verdadera filosofía: es antes religión que Filosofía. Se trata de la ideología nematológica característica de las religiones terciarias, desde la que no es posible comprender ni explicar los fenómenos religiosos, ni tan siquiera de delimitarlos adecuadamente, porque habría que concluir que todo ente finito (desde el momento en que es criatura de Dios), y no sólo el hombre, está religado. Todos: hombres, animales, plantas y seres inanimados son religiosos. Nos hallamos, así, ante una especie de pansebia (de piedad universal, de religación universal genérica), desde la que únicamente a través de una serie de «saltos» gratuitos se podría introducir ex abrupto (que no reconstruir) el campo de las ciencias y la Filosofía de la Religión: un primer salto habría de conducirnos desde la pansebia (que no es Religión, en sentido antropológico) hasta la religación personal; y un segundo salto nos llevaría desde esa religación personal, estricta (aunque todavía en un sentido genérico abstracto), hasta las religiones positivas.
Por lo demás, Zubiri tendría aún que respondernos a la siguiente pregunta: si todos los hombres están religados al Dios terciario, ¿por qué no todos ellos son religiosos y por qué no todas las religiones son terciarias? ¿Respuesta de Zubiri? Mediante la construcción ad hoc del concepto de desfundamentación: el ateo es el hombre desfundamentado. (Permítasenos añadir por nuestra parte que, si a esto añadimos el juicio de San Anselmo, tendríamos que nuestro pobre ateo es un insensato desfundamentado, lo que sin duda debe ser algo terrible.)
Ahora bien, Gustavo Bueno no tiene el menor inconveniente (más bien todo lo contrario) en utilizar el término «religión» (siguiendo la tradición de Lactancio) en el sentido de religatio, religación, porque entender la Religión como un fenómeno de religación constituye, a su juicio, la forma más adecuada, tanto gnoseológica como ontológicamente, de englobar y comprender ese conjunto de fenómenos a los que llamamos «fenómenos religiosos». Para ello, como es lógico, se necesita efectuar un enérgica reinterpretación de lo que haya de entenderse por «religación». Gustavo Bueno la definirá como el tipo de relación trascendental asimétrica que los sujetos humanos pueden mantener con entidades positivas que figuren como reales, y que, en principio, puede ser cualquiera de las clases que forman parte del espacio antropológico (personas, animales o cosas); relación trascendental porque la relación no se nos presenta como previamente dada a los términos ya constituidos entre los cuales se establece, sino como constitutiva ella misma de al menos uno los términos (en el caso de la religión, constitutiva de los dos: del hombre mismo, mas también del animal en numen); y asimétrica porque, evidentemente, del hecho de que A este religado con B, no se sigue que B esté religado con A. De este modo, la religión podría ser interpretada en términos de una estructura interna de asimetría trascendental entre el hombre y determinadas entidades reales. Según cuáles sean esas entidades, es decir, según el término de la religación, se distinguirían cuatro géneros de religación positiva (positiva, no metafísica, porque ahora el término de la relación son entidades positivas, reales):
(1) Religación de primer género (religación cultural): establecida entre los sujetos humanos y elementos no subjetuales, pero inmanentes al campo antropológico. Por ejemplo, la religación entre el hombre y sus herramientas. Se trata, en general, de la religación del hombre a sus propios productos culturales.
(2) Religación de segundo género (religación personal): entre los sujetos humanos y términos subjetuales e inmanentes; por tanto, otros sujetos humanos. Por ejemplo, la relación asimétrica niño/adulto.
(3) Religación de tercer género (religación cósmica): entre sujetos humanos y términos no subjetuales y trascendentes (lo que no significa que no formen parte del espacio antropológico). Por ejemplo, la bóveda celeste, el Sol.
(4) Religación de cuarto género (religación religiosa): entre sujetos humanos y términos subjetuales, pero trascendentes al campo antropológico; por tanto, sujetos no humanos, pero finitos. Así, la relación (emic) de los hombres con los dioses olímpicos, o del hombre paleolítico con los animales.
Estos cuatro géneros de religación nos permiten (y esto es esencial para comprender que, a diferencia de la religación metafísica, la religación positiva se mantiene en el ámbito de la Filosofía de la religión), nos permiten –decimos– elaborar una Teoría de teorías sobre la Religión. Tendríamos así:
(1) Teorías culturales: la Religión puede reducirse esencialmente al primer género de religación. La religación del hombre a sus formas culturales (la religión del hombre es su cultura). La religión así entendida sería básicamente fetichismo.
(2) Teorías circulares: reducción al segundo género. La Religión es la religación del hombre a sus héroes (así, Evhmero, Comte o Durkheim, aunque en los dos últimos casos el término de la religación no es el héroe, sino la sociedad humana, la Humanidad incluso. También Feuerbach, para quien el hombre habría hecho a Dios a su imagen y semejanza). Ahora la religión se nos presenta más bien como ética, moral o política.
(3) Teorías cósmicas o naturalistas: reducción al tercer género. Religión como religación con elementos de la Naturaleza. La religión se nos descubriría ahora como panteísmo.
(4) Teorías angulares: reducción al cuarto género. La esencia de la Religión se encuentra en la conducta intencional o efectiva de los sujetos humanos ante otros sujetos no humanos (en el caso de la filosofía materialista de la religión esos sujetos son los númenes animales). El caso límite de las teorías angulares se encontraría en la religación metafísica, concepción ideológica (como hemos dicho) propia de las religiones terciarias.
El concepto de religación positiva que hemos esbozado, según el cual sólo hay religación, y, por supuesto, religación religiosa, cuando el referente de tal religación sean entidades positivas reales, le sirve a Bueno para ensayar, al mismo tiempo, una distinción entre lo «religioso» y lo «sagrado», tan frecuente y acríticamente identificados. Pero lo sagrado no puede, según Bueno, identificarse sin más con lo religioso, porque tiene un campo mucho más extenso. Diríamos que lo sagrado podría entenderse como un género del que lo religioso sería una de sus especies, pero no la única. Lo religioso sería lo sagrado en tanto que tiene connotaciones de carácter conductual y personal, es decir, lo numinoso (si es cierto que, como afirma Bueno, el origen de la religión se encuentra en la relación o religación con númenes personales). Pero lo sagrado que, en principio, podría definirse de manera negativa: como lo no-profano, tiene como especies propias no sólo a lo numinoso, sino también a lo santo y al fetiche. Númenes, santos y fetiches, tales serían, según Bueno, las especies de lo sagrado. Pero de ellas, sólo la primera (y en menor medida la segunda) tiene que ver directamente con la religión, por lo que, como decimos, no cabe sostener la identificación entre lo sagrado y lo religioso como si se tratase de una misma cosa. Lo sagrado se delimita siempre sobre el fondo de lo profano, lo presupone, siendo lo profano, como dice Bueno, el «territorio originario», que no necesita definirse en función de lo sagrado, sino al revés (lo sagrado es lo no-profano). Y esto significa que lo sagrado puede verse como procediendo siempre del mundo profano y constituyéndose a partir de determinados contenidos que desde éste son vistos como algo extraordinario, anómalo e irreducible a lo cotidiano, a lo prosaico de la vida, sin que ello signifique que todo lo extraordinario haya de ser visto necesariamente como sagrado, porque lo sagrado, que sería, en definitiva, la característica que poseen determinados valores asociados a contenidos del espacio antropológico (las cosas sagradas están referidas siempre a los hombres, son sagradas para los hombres) sólo llega a serlo realmente, dice Bueno, cuando toma la forma de una presencia sui generis, cuando desborda esos contenidos del espacio antropológico con un prestigio sui generis (por ejemplo, algo es sagrado no sólo porque provoque temor a respeto, sino porque posee algo sui generis que lo produce).
Esos valores de lo sagrado a los que nos hemos referido pueden ser puestos en relación no sólo con los ejes del espacio antropológico, sino también con los cuatro géneros de religación de los que hemos hablado. Así, al eje radial, en el que se encuadran el primer y tercer género de religación, esto es, la religación cultural y la religación cósmica, le correspondería como modo o especie de lo sagrado los fetiches; al eje circular y a la religación personal, los santos; por último, al eje angular y a la religación religiosa, los númenes. Incluso (aunque con muchos matices en los que no podemos detenernos ahora), puede verse en las distintas formas de religión la presencia dominante de una u otra de estas especies de lo sagrado: en la religión primaria los númenes; en la secundaria los fetiches; en la terciaria los santos.
El materialismo filosófico de Gustavo Bueno rechaza, por supuesto, toda hipóstasis de lo sagrado que suponga la existencia de cualquier sustancia o ente actuando detrás de las cosas sacras y manifestándose a través de ellas, pero no tiene inconveniente en reconocer en lo sacro a ese plus inagotable y borroso (relativo a cada época histórica) que se escapa a las pretensiones reductoras de la ciencia, que indica que el análisis de lo sagrado desde las categorías científicas no agota la totalidad de sus contenidos.
IILas ciencias de la religión
Enseguida volveremos a la religación y al origen de la religión. Pero antes debemos ocuparnos de otra importante cuestión. Gustavo Bueno ha recusado severamente las pretensiones de la Teología natural de constituirse en el saber por excelencia sobre la religión, de responder a la pregunta por la esencia de ésta. Pero, ¿qué decir de las ciencias de la religión? ¿No tendrán, después de todo, razón los deístas al encomendar a distintas ciencias la clarificación y explicación de los fenómenos religiosos?, es decir, ¿no será el problema de la religión un problema que cabe resolver en clave eminentemente científica (psicológica, sociológica, antropológica, histórica, o una mezcla de todas esas perspectivas)? La respuesta de Bueno vuelve a ser en este punto terminantemente negativa.
La filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno reconoce, en efecto, la existencia de múltiples ciencias de la religión, en el sentido de que los más diversos fenómenos religiosos entran ocasionalmente a formar parte del campo gnoseológico cubierto por distintas disciplinas científicas (fenómenos con los que dichas disciplinas pueden mantener relaciones tanto de neutralidad como de incompatibilidad). Y reconoce también la importancia de tales disciplinas científicas y la obligación inexcusable que tiene la Filosofía de la religión de contar con ellas, al menos mientras no abdique de lo que Bueno considera el método filosófico por excelencia: el método platónico de regressus (de los fenómenos a las Ideas) y de progressus (de las Ideas a los fenómenos), ya que es en alguno de esos ámbitos científicos donde se nos dan algunos de los fenómenos religiosos más significativos. Ahora bien, lo que Bueno niega es que exista una «ciencia de la religión», en el sentido de que la respuesta a la pregunta por la religión pueda considerarse establecida en el «cierre» de cualquiera de esas disciplinas científicas. ¿Dónde situar, en efecto, el «cierre» de la Psicología, la Sociología o la Antropología de la religión? Desde su punto de vista, en ningún sitio, y la razón general es que «Religión» no es una Categoría, sino una Idea; y una Idea que sólo puede ser clarificada removiendo todo un conjunto Ideas que forzosamente entran relación con ella, por lo que sería ilusorio suponer que su estructuración pudiese llevarse a cabo en un ámbito categorial determinado; antes bien, en tanto que tales Ideas son objeto propio de la Filosofía. Así pues, existen, ciertamente, múltiples ciencias de la religión, mas sólo en sentido oblicuo o intencional, pero no en sentido recto o efectivo.
Concretamente, esas ciencias pueden, según Bueno, ser clasificadas en dos grupos, atendiendo al hecho de que se mantengan en un plano genérico o en un plano específico respecto a los fenómenos religiosos. Las ciencias del primer grupo se ocupan, ciertamente, de aspectos esenciales de la religión, pero no específicos de ella (y, desde luego, tampoco nucleares). Desde la perspectiva de estas ciencias, los fenómenos religiosos se nos muestran en lo que tienen de común con otros fenómenos no religiosos, lo que viene a significar que tales disciplinas desbordan el ámbito propio y específico de la religión, por cuanto tales fenómenos no son exclusivos de la religión misma, sino propios también de otras conductas no religiosas. Dos ciencias son las que principalmente habría que incluir en este grupo: la Psicología de la religión y la Antropología (social o cultural) de la religión.
Respecto a la primera podría servir como ejemplo la obra clásica de W. James, Las variedades de la experiencia religiosa. La objeción fundamental que habría que presentar a la Psicología de la religión es que no resulta ni mucho menos evidente que la religión sea un fenómeno psicológico (por otra parte, idéntica impugnación se hace, dentro de las mismas ciencias de la religión, por planteamientos sociológicos, caso de Durkheim, o por antropólogos, como Lévi-Strauss). Y si ello es así, sino es obvio que la religión sea un fenómeno religioso, difícilmente se puede esperar que la Psicología dé cuenta de la esencia de la religión. A lo sumo contribuirá a esclarecer determinados aspectos de ésta, más sólo en lo que tienen en común con otras formas de conducta no religiosas, e incluso con formas de comportamiento animal: no puede definirse la religión por el temor, la esperanza o el sentimiento de dependencia, pues tales emociones no sólo no son exclusivas de la religión, sino que ni siquiera son exclusivas del ser humano (los animales, en efecto, experimentan esos y otros sentimientos).
En cuanto a la Sociología y Antropología de la religión (podrían recordarse aquí los nombres de Spencer, Durkheim, Malinowski, Harris o Engels, y acaso también Tylor, aunque en la teoría animista desempeñen un papel nada desdeñable importantes mecanismos psicológicos), aun reconociendo que se trata de perspectivas tan fértiles como sugerentes, hay que denunciar la incapacidad de esas disciplinas para construir esencialmente los fenómenos religiosos (incapacidad, en suma, para dar cuenta de la esencia de la religión). Antes bien, tanto el enfoque sociológico como el puramente antropológico de la religión parten de los fenómenos religiosos como algo ya dado, sin responder a la pregunta por el origen de la religión, y todo lo más que se consigue explicar es cómo contribuye ésta a mantener el equilibrio general del sistema social en el que la religión se da. En consecuencia, de ningún modo se construye una teoría específica de la religión, sino sólo genérica, oblicua, en la que, más que el origen y esencia de la religión, lo que se explica es su permanencia, su expansión o su desfallecimiento.
En cuanto a las ciencias del segundo grupo, las que hemos dicho que se mueven en un plano específico, hay que decir que intentan explicar los fenómenos religiosos por sí mismos, y no mediante principios sociológicos, económicos o de otro tipo. Son, pues, ciencias que quieren mantenerse en la inmanencia de la fenomenología religiosa, elaborando sus construcciones y buscando su cierre en el ámbito de dicha inmanencia. Ese podría ser el caso de la Historia de las religiones y, sobre todo, el de la Fenomenología de la religión. Lo que habría que objetar en este caso es lo siguiente: no basta moverse en el plano fenomenológico para que una construcción sea científica, porque a la ciencia, si realmente quiere ser tal, le es indispensable determinar esencias y estructuras. Y que estas ciencias lo consigan es lo que desde las posiciones del materialismo filosófico niega Gustavo Bueno. Más que ciencias efectivas lo serían en sentido meramente intencional. Y esto no sólo porque los resultados a los que se llega puedan resultar más o menos discutibles, sino también porque la forma mediante la que a ellos se llega ha de considerarse radicalmente insuficiente, toda vez que se hace abstracción, por ejemplo, de los nexos causales. De ahí que los resultados alcanzados pudieran ser tan finos como precisos (la descripción perfectamente exhaustiva y absolutamente contrastada de un determinado ceremonial religioso, pongamos por caso), sin que ello signifique que estamos ante una ciencia en sentido estricto. En pocas palabras, lo que sucede con las ciencias fenomenológicas de la religión es que son incapaces de diferenciar entre el núcleo y el cuerpo de la religión porque desde un punto de vista fenomenológico los contenidos de uno y otro se presentan en el mismo plano.
Una verdadera teoría de la religión ha de ser capaz, desde la perspectiva del materialismo filosófico de Bueno, de dar respuesta a la pregunta por el núcleo (origen o génesis), curso (desarrollo evolutivo de las diversas formas de religiosidad y especies básicas de la misma) y cuerpo (conjunto de determinaciones fenoménicas de cada una de ellas). Sin ello, es decir, sin dar respuesta a esas tres cuestiones, en modo alguno cabe pensar que se ha dado respuesta a la pregunta por la esencia de la religión, como tendremos ocasión de examinar más adelante. Pues bien, por lo que acabamos de ver, no parece que las ciencias de la religión sean capaces de responder a ninguna de esas cuestiones (sencillamente, se trata de un proyecto que no puede conformarse a las exigencias de un cierre categorial científico). Más aún: las ciencias de la religión ni siquiera pueden por sí mismas delimitar el propio ámbito de la fenomenología religiosa, porque determinar si un fenómeno dado es o no religioso sólo puede hacerse partiendo de una determinada concepción de la religión, o si se quiere, de una determinada Filosofía de la religión. Pero es que, además, los fenómenos religiosos se nos presentan (intencional e intensionalmente) como fenómenos que poseen referencias verdaderas, es decir, como verdades, y por ese motivo el problema de la verdad es una cuestión inherente al campo mismo de la fenomenología religiosa, de donde resulta que la pregunta por la esencia de la religión no puede ser resuelta más que comprometiéndose con dicha cuestión. Ahora bien, ¿qué pueden decir las ciencias de la religión al respecto? ¿Cómo dilucidar el problema de la verdad de la religión desde categorías psicológicas, sociológicas, antropológicas o históricas? ¿Con qué autoridad el antropólogo en tanto que antropólogo o el psicólogo en tanto que psicólogo van a negar la existencia de seres divinos o sobrenaturales, o la existencia del mismísimo Dios terciario? Obviamente, la toma de posición al respecto no puede hacerse más que desde la Filosofía, porque sólo puede llevarse a cabo desde determinadas premisas de carácter ontológico.
En realidad, en todo lo que venimos diciendo la cuestión fundamental que está en juego es la distinción entre el plano fenomenológico y el plano esencial. Esa es la clave para dilucidar las relaciones entre la Ciencia y la Filosofía de la religión, y asimismo lo es para poner de relieve las radicales insuficiencias de la primera. El plano fenomenológico nos coloca ante una pluralidad de fenómenos religiosos (ceremonias, mitos, textos sagrados, &c.) que pueden ser analizados en términos funcionalistas, remitiéndonos al ámbito de la Psicología, la Sociología o la Antropología. Tal es el plano por el que discurren las ciencias de la religión. Pero una verdadera teoría ha de ser capaz de alcanzar el plano esencial, en el que tiene que ser dilucidada la verdad de aquellos fenómenos y, por tanto, la verdad de la religión. Pero eso es lo que le está vedado a las ciencias de la religión, porque sólo desde una argumentación especulativa de carácter filosófico puede llevarse a término, sin que la ausencia de pruebas empíricas (si las hubiese estaríamos ante una ciencia) signifique que nos estemos moviendo en el vacío, o que no dispongamos de ningún indicio donde «hacer pie», y mucho menos que las conclusiones a las que virtualmente podamos llegar hayan de ser por completo gratuitas o impertinentes.
IIILa filosofía materialista de la religión
Tenemos, pues, que, según Bueno, la respuesta a la pregunta por la esencia de la religión es, necesariamente, de carácter filosófico, competencia de la Filosofía de la religión, no de la Teología natural ni tampoco de saberes científicos particulares. Debemos ahora examinar las líneas maestras de la filosofía materialista de la religión por él defendida. Ello nos conducirá, finalmente, a encontrarnos con la Idea de Dios y a exponer las razones del ateísmo radical y terminante de Gustavo Bueno.
El material religioso –observa Bueno– es fundamentalmente heterogéneo y por ello la definición de religión (definición que habría de suponer no sólo la delimitación del campo de la propia fenomenología religiosa, sino también el comprometerse con el problema de la esencia misma de la religión) no podría venir dada en términos de una definición analítica, unívoca, porfiriana, una definición por género y diferencia específica. Tales definiciones resultan a veces excesivamente vagas, y otras demasiado rígidas; en ocasiones desbordan el material fenomenológico, y en otras ni siquiera lo cubren en su totalidad. Y eso cuando no son simplemente metafísicas. Es preciso, por el contrario, detectar la génesis de la religión en algún tipo de experiencia cuyo desarrollo pueda dar cuenta lo mismo de la fenomenología religiosa que del desarrollo de las diversas formas de religiosidad. Ahora bien, ello sólo es posible si la esencia de la que hablamos la entendemos como una esencia genérica (procesual, dialéctica); una esencia que consta de un núcleo (el origen o génesis de la religión, en el caso que nos ocupa, y en general el lugar del que fluye la esencia) que se despliega en un cuerpo de determinaciones esenciales y se desarrolla en un curso de fases internas o especies.
La respuesta que en El animal divino se da acerca del núcleo de la religión es que el origen de ésta se encuentra en la relación (o religación) del hombre con los númenes animales. Más, ¿por qué animales? E incluso, ¿por qué númenes? La respuesta a la segunda pregunta es tajante: la religión consiste en algún tipo de relación, y si no hay númenes, sencillamente no puede haber relación religiosa de ningún tipo, no puede haber, en suma, religión, y sólo cabría volver a la explicación psicológica de la experiencia religiosa, que nada explica en realidad. Obsérvese, sin embargo, que esta tesis supone al mismo tiempo una limitación y una exigencia. La limitación es que los númenes no pueden ser infinitos, porque con un numen infinito no cabe mantener relaciones de ningún tipo. Luego los númenes han de ser personales. Ahora bien (y esta es la exigencia), tales númenes personales necesariamente existen, porque de lo contrario no serían personales (y sino hay númenes personales no hay relación religiosa ni religión). De donde se deduce que un numen personal que no existe no sólo no es personal, sino que ni siquiera es un numen.
Tal es la clave del argumento ontológico-religioso, rescatado por Bueno del ámbito del Dios terciario (donde lo impugnará tajantemente) para aplicarlo a la génesis de la religión. Sin embargo, y supuesto que se le dé por bueno, todavía hay que preguntarse por qué razón tales númenes son identificados con los animales. Veámoslo.
El argumento ontológico-religioso nos cierra el camino a las explicaciones de la religión en términos radiales: aquéllas que situarían la génesis de la experiencia religiosa en elementos de la naturaleza impersonal. Ahora bien, exigencias ontológicas obligan a Bueno a rechazar de plano que los númenes puedan ser entidades de carácter espiritual, sean divinas, sean demoníacas (númenes equívocos). Simplemente porque desde presupuestos ontológicos materialistas no puede admitirse la existencia de tales seres (otra cosa es que pudiéramos interpretar los démones como entidades personales extraterrestres, abriendo así el camino a una teoría de la religión que colocase la génesis de ésta en la relación con tales entidades; pero esto, en el momento presente no pasa de ser pura ciencia-ficción). En consecuencia, sólo cabe la posibilidad de que los númenes sean análogos, esto es, o humanos o animales. Si se opta por la primera alternativa nos encontraríamos ante filosofías de la religión de carácter circular; si por el contrario la opción recae en la segunda, la teoría sería angular.
La concepción circular de la religión es, ciertamente, la que con más frecuencia ha sido defendida, presentando una amplia gama de variedades: desde aquellas teorías en las que lo humano-numinoso, en que se supone originada la religión, es entendido en un sentido infinito (metafísico), lo que sucede cuando se apela a la Idea de Hombre o de Humanidad como génesis de lo numinoso (Sófocles y acaso también Feuerbach), hasta aquéllas que consideran lo numinoso encarnado en individuos particulares (Evehmero), pasando por las que colocan el origen en determinadas instituciones humanas, sean supraindividuales, como el clan (Durkheim) o individuales, como la figura del padre (Freud). Sin olvidar aquellas filosofías de la religión que consideran ésta como el modo mediante el cual el hombre se constituye en hombre, al actuar como un mecanismo de compensación de un ser que, inicialmente indefenso, acaba por autocomprenderse como señor del mundo (Espinosa, Kant, Hegel, Scheler, Unamuno, o Bergson).
No podemos detenernos en este momento en los pormenores de las teorías circulares. Siguiendo con nuestro hilo argumental lo que debemos es preguntarnos por qué motivo son rechazadas por Gustavo Bueno, aun reconociéndoles a algunas de ellas el carácter de verdadera filosofía de la religión. La cuestión tiene ahora que ver con determinados presupuestos filosóficos de carácter antropológico: la relación con los númenes comporta una desigualdad y asimetría irreversibles, en tanto que las relaciones humanas (circulares) son, esencialmente hablando, relaciones de igualdad. En consecuencia, las relaciones circulares no pueden ser numinosas. Y ello implica que aquellos casos de numinización humana que pudieran ser efectivamente constatados en la fenomenología religiosa han de ser declarados, desde una perspectiva filosófico-ontológica, como meras apariencias, porque la relación establecida con el individuo numinizado no es humana en sentido específico, no es, en rigor, una relación circular, sino angular, lo que viene a significar que el humano numinizado, más que como hombre, se presenta a los ojos de su adorador como un animal, o dicho de otro modo, el numen humano lo es no por lo que tiene de hombre, sino por lo que en él se percibe de animal.
Tenemos, pues, que el argumento ontológico-religioso nos ha llevado a la conclusión de que si no hay númenes personales (y reales) no puede haber experiencia ni relación religiosa, no puede haber, en definitiva, religión. Pero la religión es un hecho, por tanto los númenes existen. Al mismo tiempo, eso mismo conduce a rechazar las concepciones radiales de la religión. Por otra parte, las posiciones ontológicas materialistas sobre las que se sustenta la filosofía materialista de la religión impiden considerar siquiera la posibilidad de que tales númenes puedan ser entes divinos o demoníacos, y sí únicamente hombre o animales. Por último, la opción entres unos y otros, es decir, la opción entre concepciones circulares y angulares de la religión, nos ha venido impuesta por exigencias filosóficas de carácter antropológico. La conclusión es obvia: la génesis y el núcleo de la religión hay que colocarlo en la relación entre el hombre y los númenes animales, sencillamente porque no puede estar en otra parte.
Hasta aquí (bien que nuestra exposición no le hace justicia), Bueno ha respondido a las preguntas por el origen y la verdad de la religión. En efecto, el origen de la religión se encuentra en la relación (religación, según el cuarto género) del hombre con los númenes animales, y su verdad equivale a esta afirmación: existen los númenes (verdad que se encuentra en las religiones primarias, mas no en las secundarias ni en las terciarias). Pero aún queda por responder a la pregunta por la esencia, porque el núcleo no es la esencia, que sólo se nos da en el desarrollo de aquél en un cuerpo y en un curso, lo que obliga a dar cuenta de la fenomenología religiosa y de la evolución de las diversas formas de religiosidad. Pero antes es necesario aclarar otra importante cuestión: ¿de qué forma ha podido tener lugar el proceso mediante el cual los animales se han constituido en númenes? ¿Cómo los animales, que al fin y al cabo no son más que animales (desde una perspectiva etic), han podido, en los orígenes de la religión, presentarse a los ojos de los individuos humanos (emic, por tanto) como númenes? La respuesta la hallaremos ahora en otro importantísimo concepto de la filosofía materialista de la religión: el concepto de religión natural.
No podemos partir de la religión como algo ya dado, ni tampoco pensar que su introducción se produce ex abrupto. Pues bien, esa generación y preparación de la misma es lo que en El animal divino se halla asociado al concepto de religión natural, que puede ser vista como el género radical o raíz genérica de donde surge el núcleo de la esencia de la religión, como género generador, en definitiva, de la religión misma. Este periodo de la religión natural se extendería a lo largo del Paleolítico inferior, a partir de la utilización del fuego por el homo erectus, y comprendería unos 600.000 años. Desde luego, no se trata propiamente de una religión positiva, como tampoco el hombre es todavía hombre, según los criterios de la Antropología filosófica. Estamos más bien ante una protorreligión y ante un protohombre, pero, sin duda, en esos larguísimos años de religiosidad natural han debido ir configurándose ciertos patrones de conducta humana (y ello tanto en el modo de relacionarse el hombre con los animales como en lo que tales pautas de comportamiento tienen de distintivo, de transgenérico, respecto a la conducta etológico-genérica) que serán decisivos para la religiosidad posterior, y para el proceso mismo de constitución del hombre en hombre (resulta muy sugestivo, por ejemplo, interpretar, como hace Bueno, las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, prefiguradas en el comportamiento del hombre cazador). En especial, tiene que haberse iniciado una disociación entre el eje circular y el angular, una autocomprensión del hombre como distinto del animal, lo que implica un distanciamiento de éste; y tiene que haberse dado, en buena medida, tal disociación porque únicamente supuesto ese alejamiento es posible la religión (la relación religiosa exige distanciamiento y asimetría entre el hombre y sus númenes o dioses), y es posible, también, la constitución hombre en hombre. Este es el motivo porque el que la religión puede ser tomada como uno de los criterios más firmes para marcar el paso del protohombre al hombre. Esto supone, al mismo tiempo, considerar las relaciones religiosas nucleares como específicamente humanas, no como relaciones genéricas que pudieran ser detectadas también en animales de cualesquiera otras especies; o lo que es lo mismo: que no hay religiosidad animal. Naturalmente, tal tesis sólo en confrontación con los etólogos puede ser apuntalada. Bástenos en este momento decir que lo específico de la religión humana (específico en sentido transgenérico), frente al intento de hacerla desaparecer en estructuras genéricas más amplias, tales como rituales y conductas supersticiosas presentes en el mundo animal, y aun en el supuesto (que por el momento no se ha dado) de que los etólogos pudieran descubrir entre tales rituales algunos que tengan que ver con el saludo etológico interespecífico (único lugar, según Bueno, en el que podríamos encontrar el equivalente etológico a la conducta etológica: lo que, en cierto modo, podríamos denominar saludo religioso), lo específico (decimos) de la religiosidad humana se encuentra en su carácter ceremonial y mítico (y acaso principalmente en el último). Por eso, en la constitución misma de la religión primaria, en el proceso mediante el que los animales que rodean al hombre primitivo se convierten en númenes, es esencial el factor lingüístico que permite la cristalización de una mitología (de la que acaso fuesen un importante complemento las figuras pintadas en las cavernas). Y como quiera que el lenguaje fonético articulado no puede ser atribuido al Neanderthal, no puede hablarse propiamente de religión (ni de hombre, en sentido estricto) hasta el Paleolítico Superior, pudiendo ser visto el Musteriense como una fase intermedia entre la religión natural y la positiva.
Durante ese largo periodo de religiosidad natural los animales seguramente se presentaban a los ojos de los hombres como seres poderosos y extraños, seres entre los que es preciso convivir y sobrevivir, y de los que se depende en tanto que ellos son una de las fuentes principales de alimentación. En ese contexto no resulta difícil conjeturar la amplia variedad de emociones y sentimientos que debió suscitar el animal: dependencia, sí, pero también miedo, amor, odio, recelo, admiración, asombro... Y a medida que se iba produciendo una progresiva consolidación de las relaciones circulares, se iba dando también una definitiva disociación entre el eje circular y el angular, y con ello, al tiempo que la constitución paulatina del hombre en hombre, una «segregación» o «extrañamiento» cada vez mayor de los animales, que continúan siendo vistos, no obstante, como «centros de inteligencia y voluntad», no como simples elementos impersonales. Seres extraños, pues, pero que, sin embargo, nos envuelven y nos acechan y a los que nos sentimos ligados por una estrecha dependencia. Y son seguramente esa dependencia y extrañamiento los que explican el establecimiento de la religión primaria. Pero antes de que eso ocurra es preciso que es algún acontecimiento venga a romper la situación inicial, que lo que llamamos «religión natural» se des-componga, se des-estructure, de-genere, de forma tal que la re-composición, la re-estructuración y la re-generación a otro nivel, mediante procesos de anamórfosis, conduzca al núcleo de la religión. En la religión natural el animal aún no es un numen ni la relación establecida con él es estrictamente religiosa, de ahí que únicamente si algún acontecimiento acaba por romper (por des-componer) ese estado de cosas, cabe pensar que pueda producirse el proceso de numinización, cuando la antigua relación se establezca (se re-componga) en otros términos que ahora sí serán propiamente religiosos. Ese es el origen de la religión primaria. Esa ruptura de la que hablamos tiene mucho que ver no sólo con los cambios que se van produciendo en los propios hombre, sino también (y acaso principalmente) con el progresivo agotamiento de la caza, lo que hace no que desaparezcan completamente las referencias animales empíricas, pero sí que éstas sean más escasas e infrecuentes. En ese contexto, el animal, que nunca ha dejado de ser visto como una fuente de alimentación (el proceso del que hablamos no nos sitúa en ningún plano espiritual), comienza a ser percibido desde la perspectiva de la esencia universal, de los arquetipos (asociados tal vez al nombre y a la representación pictórica). Esa referencia a los animales concretos desde la perspectiva de las esencias, que tiene probablemente el sentido de continuar su reproducción simbólica (el animal no puede desaparecer del todo mientras poseamos su esencia, su símbolo, su arquetipo), es lo que nos introduce de lleno en el contexto de la religión primaria. La formación de esa esencia simbólica que tal vez comenzó por hallarse asociada a algún elemento corpóreo del animal mismo (como pieles o huesos), para luego estarlo a su representación pictórica, desemboca, finalmente, en construcciones mitológicas y fantásticas en las que se combinan figuras zoomorfas y antropomorfas (como el «hechicero» de Trois-Frères), dando así paso a las religiones secundarias, cuya falsedad (falsedad por que los dioses no existen y los númenes animales sí) puede, en consecuencia, considerarse anunciada en las primarias.
Así pues, la religión primaria es aquélla donde propiamente hay que colocar la verdad de la religión, en la medida en que consiste en la relación del hombre con los númenes animales, pero una relación no alucinatoria o falsa, sino verdadera, en tanto que tales númenes tienen una existencia real. Por lo que respecta a los fenómenos religiosos que cabe detectar ligados por nexos esenciales al núcleo de la religión en esta primera fase de su curso evolutivo (fenómenos que en cada una de las etapas del desarrollo de las formas de religiosidad constituirán el cuerpo de la religión), cabe señalar el concepto de «lugar sagrado» («santuario» en el que reside el numen o su símbolo); también la existencia de protoespecialistas religiosos (tales como brujos, hechiceros o chamanes, protoaugures y protoauríspeces), así como diversas ceremonias relacionadas con el culto y diversas normas de conducta (como tabúes, por ejemplo).
El paso a la religión secundaria (que sería la forma de religiosidad propia del Neolítico y del Bronce, con una duración aproximada de unos 10.000 años, desde el 12.000 al segundo milenio a.n.e.) ha de ser explicado, entre otros motivos, por dos acontecimientos fundamentales: por un lado, el progresivo agotamiento de la caza, lo que supone la desaparición de las referencias reales y efectivas de los grandes númenes del Paleolítico. Se trataría de un fenómeno (dado que sus esencias no han podido desaparecer) de ocultación de los númenes, de transformación de sus arquetipos en misterios. Por otra parte, la domesticación de los animales supondrá un cambio muy significativo en sus relaciones con el hombre, quien, más que como subordinado a ellos, aparece como su dominador (él es quien los cuida, alimenta, controla su reproducción, &c.). La consecuencia de todo ello es, en pocas palabras, que la numinosidad pasará ahora a la figura humana, dando así lugar a la religión de los dioses antropomorfos, que, sin embargo, permanecen asociados a los animales y reciben su numinosidad por contagio de estos: el dios será a veces el «señor de los animales», o bien estos son su símbolo, su representación, su reencarnación incluso. Esta transformación nos introduce de lleno en el pleno delirio religioso, característico de la religión secundaria, que habría de ser calificada así de religión falsa, religión de falsos dioses, por contraposición a la verdad de la religión primaria. Por lo hace al cuerpo de la religión secundaria, habría que señalar el surgimiento de importantes categorías religiosas: «templo», «sacerdote», «liturgias y dogmáticas» plenamente religiosas, así como la progresiva influencia de la casta sacerdotal en el conjunto de la vida familiar, social, política, económica y cultural.
Hacia el segundo milenio a.n.e. (en la Edad de Hierro) se producirá el paso a la religión terciaria, cuya plenitud se alcanza en el cristianismo y el islamismo. El paso a este tercer tipo de religiosidad hay que explicarlo a partir de diversos acontecimientos, principalmente el nacimiento de la Ciencia y la Filosofía (la actividad teológica terciaria es impensable al margen de la Filosofía) y el desarrollo demográfico y político de las sociedades neolíticas que hará posible la confluencia de mitologías no siempre compatibles. Y es tal vez esa incompatibilidad la que subyace al principio de simplificación mitológico (cuyo límite será el monoteísmo) introducido por la religión terciaria frente al delirio secundario. Desde el punto de vista de la religión primaria, la religiosidad terciaria supone la impiedad por excelencia, toda vez que el animal no sólo es despojado de sus atributos numinosos, sino que acaba por ser convertido en un objeto impersonal de la naturaleza, tal como sucede en la doctrina del «automatismo de las bestias», característica de la tradición cristiana. Pero impiedad también desde las coordenadas de la propia religión terciaria, en la medida en que con ella se prepara el advenimiento del «dios de los filósofos», el advenimiento del deísmo y, en el límite, del ateísmo. En cuanto al cuerpo propio de la religión terciaria, hay que decir que se conservan en lo esencial las categorías propias de la religión secundaria (templo, sacerdote, liturgia, &c.), aunque rigurosamente rectificadas.
¿Y qué decir del futuro de la religión? De manera casi telegráfica señalaríamos lo siguiente: según Bueno, el creciente interés por formas de vida extraterrestre, y la progresiva preocupación por el mundo animal (
Declaración Universal de los Derechos del Animal (1978), asociaciones para la defensa de los animales, &c.) podrían ser un indicio de que agotada la religión terciaria, que ha terminado por conducir a la iconoclastia y al ateísmo, parecen, en el momento presente, estar abriéndose paso nuevas formas de religiosidad secundaria (los extraterrestres son hoy nuestros démones) y primaria, una nueva forma de religación con el mundo animal.
IVDios y la religión.El ateísmo de Gustavo Bueno
En lo que llevamos dicho, se dibujan ya (al menos eso creemos) tanto la concepción que Bueno tiene de Dios, como su negación (la negación de su existencia real, aunque no, desde luego, la de su existencia fenoménica en la historia de las religiones), es decir, su ateísmo, o su antignosticismo, tanto en sentido esotérico (negación tajante de que alguien pueda poseer fuentes especiales o privilegiadas, reveladas, de conocimientos sobre la divinidad; conocimientos praeterracionales, derivados de una comunicación directa con Dios), como en sentido teológico-filosófico (negación expresa de la existencia y esencia del Dios terciario).
Dios es, ciertamente, un contenido de la historia de las religiones, lo mismo que los dioses politeístas de las religiones secundarias y que, como éstos requiere alguna explicación. Se trata de un contenido tardío, no originario ni nuclear, que surge en las religiones terciarias, codeterminadas por la Filosofía (el Dios monoteísta es, en último término, el Dios de los filósofos), y cuya existencia no tendría, en principio, por qué plantear más problemas de los que pueda plantear la de Zeus u Osiris. Que Dios no es el contenido nuclear de la religión se prueba por el hecho de que un ser infinito no puede ser personal y, por tanto, no puede ser un numen. Que Dios no existe puede probarse en términos de una ontología materialista que niega la posibilidad de númenes equívocos de carácter espiritual. Un Dios, en suma, que puede ser visto como la disolución de la religión misma y la antesala del ateísmo.
Ahora bien, con ser cierto, sin duda, esto que decimos, es decir, con ser cierto que tal es el pensamiento de Gustavo Bueno, resulta, con todo, radicalmente insuficiente y esquemático, y debemos, en consecuencia, precisar un poco más, tanto en lo que se refiere a la formación de la Idea de Dios como a su negación en el pensamiento de Gustavo Bueno.
En la Escolástica medieval y en la Teología natural, pero también en la Ilustración y en el deísmo (lo que Bueno denomina el horizonte clásico o también sistema teológico o escolástico) es difícil que se hubiera planteado el problema de la formación de la Idea de Dios, precisamente porque el horizonte clásico es un horizonte teológico, un horizonte que gira en torno a Dios. Y esto es cierto tanto para la Religión, establecida en torno al Dios terciario, de tal modo que cualquier otra forma de religiosidad es vista como falsa, demoníaca, idólatra, como para la propia Filosofía primera que es vista como hallando su culminación en el conocimiento de Dios. Las relaciones entre ambas (Religión y Filosofía) son muy diversas, sin excluir el enfrentamiento, pero esas relaciones dialécticas surgen cuando se comparan las dos concepciones de Dios a las que se supone que cada una de ellas ha llegado de manera independiente, es decir, cuando comparan el Dios de los filósofos y el Dios de la religión. Entre esas posiciones acerca de la relación existente entre el Dios de los filósofos y el Dios de las religiones (hasta ocho cree Bueno poder detectar), no hay, curiosamente, lugar para el Dios de los filósofos ateos, sencillamente porque una tal concepción de Dios no tiene cabida en los parámetros teológicos del horizonte clásico. Desde ellos el ateo –observa Bueno– no puede ser visto más que como lo vio San Anselmo: como un insensato.
Después de Kant, y la consiguiente crisis de la Ontoteología, la Filosofía ya no puede entenderse como culminando necesariamente en Dios, antes bien, la Idea de Dios comienza a ser vista ella misma como una Idea histórica. Pero tampoco la religión puede entenderse sin más como centrada u organizada en torno a Dios, desde el momento en que se descubren religiones que no se organizan en torno a Dios, que son, incluso, ateas. Tal es lo que Bueno denomina el horizonte moderno (sistema no teológico o moderno), que es un horizonte no teológico. En este nuevo horizonte es posible, según Bueno, una dialéctica evolucionista o transformista (frente al fijismo del horizonte clásico), desde la que puede ensayarse una ordenación evolutiva de las diversas formas de religiosidad, y de las diversas concepciones, tanto filosóficas como religiosas, de Dios. Un intento tal, en el que se encuadra plenamente la filosofía de la religión de Bueno, en la medida en que en ella se defiende una teoría evolutiva de la religión, hubiera sido imposible en el horizonte clásico, establecido sobre una dialéctica binaria en la que sólo una posición se considera verdadera, considerando a las demás como falsas, ilusorias o aparentes, y ello tanto en lo que se refiere a la religión misma como a las concepciones filosóficas de la divinidad.
En este nuevo horizonte no teológico resulta factible lo que era imposible desde el horizonte teológico, a saber: partir de filosofías y religiones no teológicas hasta encontrar el momento en que ambas confluyen en torno a la Idea de Dios; confluencia que, supuesto que se rechace una especie de armonía preestablecida entre ambas, no podrá explicarse, según Bueno, más que mediante procesos de co-determinación diamérica entra ambas, mediante la cual partes de la religión se engarzan por mediación de una filosofía teológica (tal sería la sistematización efectuada por las religiones superiores), y, al mismo tiempo, partes de la Filosofía se coordinan y sistematizan a través de la religión, a través de la Idea de Dios. O dicho de otro modo: en algún momento de su proceso evolutivo (en las religiones terciarias) la religión confluye con la Filosofía, de forma tal que la religión se desarrolla teológicamente por mediación de la Filosofía, y a su vez la Filosofía se desarrolla teológicamente por mediación de la religión. De este modo, filosofías organizadas al margen de Dios culminan en una Teología, y sobre todo –y esta es, tal vez, la tesis clave en la filosofía de la religión de Bueno– religiones que comenzaron constituyéndose al margen de la Idea de Dios, alcanzan en su evolución y desarrollo una dimensión teológica por influencia de la Filosofía.
Esto obliga a dejar de ver a la Religión y a la Filosofía como estructuras globales o enterizas (como en el horizonte clásico), para verlas como esencias procesuales, dialécticas, evolutivas o plotinianas, cada una de las cuales (Filosofía y Religión) se van desarrollando mediante diversas modulaciones de la Idea de Dios, siendo, no obstante, esas modulaciones evolutivas las que permiten mantener su unidad, las que permiten continuar hablando de Filosofía y de Religión.
Dos son, según Bueno, las modulaciones de la Idea de Dios que podemos hallar en la Religión: DR1.– la del "Dios concreto" de las religiones positivas primarias y secundarias; un dios concreto que es miembro de una clase (la clase de los dioses olímpicos, por ejemplo) y cuya modulación corresponde a las religiones politeístas. Y DR2.– la del "Dios metafísico" de las religiones terciarias; un Dios que, aunque distinto del Dios de los filósofos (distinto del Acto Puro y Motor Inmóvil aristotélico), procede, sin embargo, de la Filosofía, y que hace su aparición al final del curso de las religiones, justamente por su interferencia con la Filosofía.
Por su parte, en la Filosofía se dan también dos modulaciones de la Idea de Dios: DF1.– el "Dios finito" (óntico): el Demiurgo platónico, los dioses epicúreos, incluso el Gran Ser, de Comte. Y DF2.– el "Dios infinito", absoluto, ontológico. El Dios de Aristóteles y Plotino, pero también el Dios de San Anselmo y Sto. Tomás, de Leibniz y Kant, el dios de los teístas, pero también el Dios que cuya existencia niegan los ateos. Se trataría, en este caso, de un ateísmo ontológico o metafísico: negación de Dios terciario asociado al teísmo monoteísta. Pero cabe también un ateísmo óntico o positivo: negación, en este caso, de los dioses positivos, primarios y secundarios. Así, si desde la perspectiva del horizonte clásico o sistema teológico, es el ateísmo metafísico, el ateísmo del que niega al Dios terciario, el que constituye la auténtica impiedad, la asebia, y con ellas el nihilismo religioso (que seguramente arrastra consigo un nihilismo axiológico y un nihilismo metafísico más amplio, toda vez que Dios es concebido como el Ser), desde la perspectiva del horizonte moderno o sistema no teológico (desde la perspectiva, queremos decir, de la Filosofía de la religión de Bueno, en la medida en que ella se enmarca en ese horizonte), será el ateísmo óntico, el ateísmo de quien niega los dioses positivos en nombre de un Dios único metafísico, o si se quiere decir de modo positivo, será el teísmo terciario el constitutivo de la asebeia, de la irreligiosidad y del nihilismo religioso.
En El animal divino, Bueno sigue el curso evolutivo de las religiones hasta el momento en el que se produce la confluencia con la Filosofía, por cuyo influjo (que puede cifrarse en la crítica a la los dioses mitológicos, contrapuestos a un Dios único, incorpóreo e infinito) el Dios de las religiones se transforma o convierte en el Dios de los filósofos. Dios aparece, pues, al final del proceso evolutivo de la religión, pero final no sólo en sentido cronológico, sino también (y acaso principalmente) sistemático y dialéctico: el final de la religión, el momento de su consumación y de su muerte, porque la liquidación de las mitologías secundarias, y con ellas de sus dioses, ha sido llevada a cabo mediante una Teología filosófica que cristaliza en la Idea de un Dios metafísico, incompatible con la religión misma, a la que hace imposible, como puede comprobarse fácilmente en la Teología aristotélica y en su concepción de Dios.
Mas, ¿en qué funda expresamente Gustavo Bueno su negación del Dios de los filósofos, del Dios terciario? No es Bueno de aquéllos que, con Hanson, sostienen que al ateo le basta con exigir al teísta, que, al fin y al cabo, es quien afirma, pruebas de la existencia de Dios, de tal modo que la imposibilidad de presentar tales pruebas basta para concluir que Dios no existe. En opinión de Bueno esto es una simple argucia de abogado: el ateo debe enfrentarse de modo directo a los argumentos del teísta, demostrando la imposibilidad de la Idea de Dios, de su esencia y sus atributos, lo que, sin duda, es demostración sobrada de la no existencia de Dios. Y de este modo, tampoco puede estar Bueno de acuerdo con el diagnóstico que sobre el agnosticismo hace Hanson: el agnóstico, en efecto, no padece, según Bueno, de incongruencia lógica; su error consiste, en realidad, en suponer que el Dios monoteísta es posible y que, por tanto, tiene sentido discutir su existencia o inexistencia. Pero, precisamente, lo que hay que comenzar por negar es la posibilidad misma de la Idea de Dios, del Ser infinito. Al ateo no le basta, en efecto, con negar la existencia de Dios, sino que debe negar también su esencia, o mejor aún, debe, ante todo, negar esa esencia; negación que implicará de modo inmediato la negación de la existencia. Dicho de otro modo: la demostración de la inexistencia de Dios se alcanza mediante la demostración de la imposibilidad de la esencia del Ser Perfectísimo e Infinito.
Ontológicamente, la Idea de Espíritu, que se presupone, sin duda, en el Dios terciario, se habría formado, según Bueno, por la paulatina eliminación de los cuerpos perceptibles, desembocando, así, en el concepto de espacio vacío y de forma pura, y, en el límite, en el concepto de Espíritu, al que habría que retirarle uno de los atributos esenciales de toda materialidad determinada: la codeterminación por otras materialidades, con lo que se acaba, finalmente, en la consideración de un tipo de entes poseedores de una capacidad causal propia: se trata del Acto Puro aristotélico, del Ser Inmaterial, que en cristianismo pasará a ser, al mismo tiempo, Ser Creador plenamente autodeterminado, que es, en suma, causa sui. Este es probablemente el contexto en el que hay que situar las vías tomistas (uno de los grandes argumentos teístas), que desembocan en la consideración de una Causa primera, entendida, desde luego, como causa sui y, al mismo tiempo, como causa del mundo. Ahora bien, la idea de Causa primera es, según Bueno, un mero concepto ad hoc para poner término a un regressus ad infinitum, que no es necesario iniciar; que no es necesario cuando se parte de una adecuada doctrina de la causalidad (que, por cierto, es también incompatible con la afirmación de una creación desde la nada, ex-nihilo), aunque sí pueda serlo si se entiende de forma errónea la causalidad, como en el tomismo. Y el término de ese regressus, la Causa primera, se comprende que haya de ser entendida necesariamente como causa sui, como Causa Incausada, porque de los contrario no habría término. Pero la Idea de causa sui es absurda –argumenta Bueno–, puesto que si su ser y su substancia consisten en ser efecto de su propia causalidad, entonces debe ser anterior a sí misma. Y esto sin necesidad de detenernos ahora en la consideración de que identificar esa Causa Primera con Dios es, como se ha señalado muchas veces, una conclusión enteramente gratuita de Sto Tomás de Aquino.
En el segundo de los grandes argumentos teístas, el desde Kant conocido como argumento ontológico, de San Anselmo (sin olvidar sus reformulaciones, especialmente la leibniziana) juega un papel decisivo, absolutamente esencial la Idea de Posibilidad, y por eso no es extraño que, por las razones que venimos apuntando, sea aquél al que Bueno confiere una mayor beligerancia y el que le parece (es una suposición nuestra) de un mayor peso. En realidad, el argumento se constituye mediante el «juego» de tres grandes Ideas: Posibilidad, ciertamente, pero también Existencia y Necesidad. Es la versión de Leibniz (si Dios es posible su existencia es necesaria) la que introduce explícitamente la Idea de Posibilidad. Pero es obvio que se encuentra presente también en la originaria formulación anselmiana: se da por supuesta la posibilidad de la Idea de Dios como el ser mayor que el cual nada puede ser pensado, la posibilidad de la Idea del Ser perfectísimo, para a partir de ahí argumentar que la existencia, y también la existencia necesaria, es una perfección, y concluir que Dios existe.
El Dios terciario (el Dios del argumento de San Anselmo) exige necesidad absoluta, existencia absoluta y posibilidad (posición) absoluta. Ahora bien, cualquiera de estas tres Ideas, cuando es interpretada y tomada en términos absolutos –argumenta Bueno–, resulta sencillamente metafísica. Así, la necesidad absoluta se nos presenta necesariamente como un límite, porque necesidad es originariamente necesidad positiva, esto es, necesidad es necesidad de algo en relación con algún contexto determinante. Por su parte, la Idea de Posibilidad, un término sincategoremático, en la medida en que obligadamente está siempre referida a un término complejo (posibilidad de A), tomada en sentido absoluto, como posibilidad absoluta, se nos presentaría exclusivamente en función de A, en un contexto cero. De tal forma que A sólo se relacionaría con una hipotética situación suya preexistente (su esencia). Entender la posibilidad absoluta como la forma originaria, implicaría presuponer –dice Bueno– una existencia negada, clausurada en su pura reflexividad, para más tarde ser puesta de nuevo. Y esto es lo que presenta un carácter indudablemente metafísico. La posibilidad originaria es siempre posibilidad positiva: posibilidad que se nos presenta ahora, no en función de A o de la esencia de A, sino en función de un determinado contexto; posibilidad positiva es, en definitiva, composibilidad; y esto significa que la posibilidad de A debe ser interpretada como compatibilidad de A con otros términos o conexiones de términos que tomemos como referencia. Desde esta perspectiva cobra sentido la definición negativa de «posibilidad» como «ausencia de contradicción»: en efecto, posibilidad sería ausencia de contradicción de algo (A) con algún (un contexto de referencia). «Ausencia de contradicción» deja así de ser un concepto negativo-absoluto para presentársenos como contextual. La posibilidad absoluta se nos manifiesta, de este modo, como un desarrollo límite de la posibilidad como composibilidad, sería la composibilidad de A consigo mismo, idea que sólo cobraría sentido en el supuesto de que A fuese simple (o lo que es igual, impensable, porque todo lo pensable es complejo), ya que si fuese complejo necesariamente se inserta en contextos anteriores a él por mediación de sus componentes constitutivos múltiples. Por último, la Idea de Existencia es también un término sincategoremático: existencia es siempre «existencia de algo», de una esencia considerada posible (composible). También podría entenderse de dos modos: la existencia absoluta sería existencia de algo considerado en sí mismo, al margen de cualquier contexto exterior a él; la existencia positiva, en cambio, sería entendida siempre como co-existencia. Al igual que sucedía con la necesidad absoluta y la posibilidad absoluta, Bueno considera que la existencia es originariamente existencia positiva, en tanto que la existencia absoluta ha de ser vista como un modo límite y metafísico: en pocas palabras, porque la existencia absoluta presupone un término absoluto que sea posible, pero con posibilidad también absoluta. La existencia ha de ser entendida originariamente como coexistencia; existir algo equivale a coexistir con otros términos, tener la posibilidad de coexistir con ellos y tener también la posibilidad (en la perspectiva de la estructura de lo coexistente) de coexistir con otras clases o en otros lugares, posibilidad, asimismo, de moverse. Pero esa posibilidad de coexistencia no es, desde luego, posibilidad absoluta, sino composibilidad de ese algo existente con otros existentes; o lo que es lo mismo: existencia es siempre contingencia (la existencia de algo puede definirse también por su no existencia en otros lugares o en otras clases. No es pensable, al menos en sentido originario, la existencia de algo en todo tiempo y lugar. Existir es también (en la perspectiva de la génesis) no estar absorbido por otros términos del contexto. De este modo, la existencia absoluta sería un límite dialéctico de la idea de existencia positiva (coexistencia), una consecuencia de la reflexivización del concepto de coexistencia: sería la coexistencia de A con A, lo que resulta absurdo, porque la coexistencia de A con A es la no coexistencia.
Pero que el argumento anselmiano presuponga necesidad absoluta, posibilidad absoluta y existencia absoluta no sería motivo suficiente –reconoce Bueno– para considerarlo absurdo o rechazarlo de plano, basándose en el carácter derivativo de tales ideas, sino, a lo sumo, para negarle su carácter de argumento originario o primitivo. La clave del asunto se encuentra en la posibilidad misma de Dios; admitida la posibilidad, no habría mayores dificultades para deducir su existencia como coexistencia relativa a nosotros (en términos de re-ligación metafísica, al modo de Zubiri), y su necesidad como necesidad positiva a partir de su idea posible. Ahora bien, la posibilidad de Dios (posibilidad que, como se ha dicho, ha de ser entendida como posibilidad límite, posibilidad absoluta) no ha de ser únicamente considerada como posibilidad de la Idea de Dios, sino también (puesto que su Idea implica su existencia) como posibilidad de su existencia real. Pero es esta existencia real la que se niega, porque –argumenta Bueno– aunque se hubiera llegado a la posibilidad absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad, dado que su posibilidad implica su existencia, habría que concluir que Dios no sólo es posible, sino también existente, pero un Dios tal forzosamente anegaría el mundo, haciéndole desaparecer, y con él a todos los seres humanos, es decir, un Dios tal no sería, finalmente, composible con el mundo mismo. La contradicción estribaría en que se habría llegado a la posibilidad absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad y, al mismo tiempo, es justamente ese Dios el que no puede ser composible con el mundo. Por tanto, Dios no existe, y de igual modo que su posibilidad implica su existencia, su no existencia implica su imposibilidad. Es, por así decirlo, la propia Idea de Dios la que acaba por hacer imposible a Dios como Idea, porque si la Idea de Dios implica su existencia, su no existencia implica la negación (la imposibilidad) de su Idea. Y con ella la negación, por imposibilidad, de los atributos con los que se establece su esencia: por ejemplo, ¿cómo poder hacer compatible la idea de un Dios omnisciente con el hecho de sistemas caóticos deterministas, pero impredecibles? ¿O cómo entender que Dios pueda ser, a un tiempo, infinitamente Bueno e infinitamente Justo? O la idea misma de Omnipotencia divina, que reclama la existencia de un número infinito de individuos sobre los que ejercerse, si ha de ser tal Omni-potencia. Y, en definitiva, ¿cómo conciliar la Idea de Dios en tanto que Ser Infinito (la Idea de Dios como Ser o Fundamento del ser) con la atribución a tal Ser de las características de personalidad, conciencia y voluntad? Conciencia y personalidad son dos «figuras» del ente finito; dos atributos –argumenta Bueno– que desarrollados al infinito, llevados más allá de todo límite (desmesurados), desaparecen, como desaparece (o se desfigura) la circunferencia cuyo radio se hiciera infinito. Y en todo caso, ese Ser Infinito (el ens fundamentale) no podría ser llamado Dios, siempre que por Dios entendamos por Dios el ser con el que cabe mantener una determinada relación que cabría calificar de «religiosa» (o religación), porque con un ser tal no es posible relación alguna, como no lo es con el Dios aristotélico.
En cambio, cuando la existencia viene referida a sujetos numinosos finitos, no presenta, en principio, mayores dificultades; ni tampoco su posibilidad (composibilidad): un numen sería posible si es composible (no incompatible) con otros númenes en un mismo lugar (por ejemplo, los dioses en el Olimpo). Pero tales númenes, a diferencia del Dios anselmiano, no son necesarios, sino contingentes (el Dios terciario no es posible y los númenes no son necesarios). Eso no obstante, la existencia de tales númenes puede ser deducida (necesaria, por tanto; pero no la de un numen determinado, sino sólo la de algún numen) supuesto un contexto determinante dado. Tal contexto es precisamente –según Bueno– el argumento ontológico transportado desde el ámbito de la Teología terciaria al ámbito de la religión primaria. Esta versión del «argumento ontológico numinoso» como lo denomina Bueno, se fundaría en la relación entre la esencia del numen (su numinosidad) y su existencia: un numen sólo puede ser numinoso (diríamos: sólo puede ser numen) si existe. Podríamos, tal vez, decirlo de otro modo: un numen es necesariamente un numen para alguien, es decir, si existe (si coexiste) junto a otros sujetos, y eso significa, al mismo tiempo, que un numen es siempre un ser personal, y, en consecuencia, un numen que no exista no puede ser personal ni numinoso. Ese es el motivo por el que el Dios terciario (el numen, diríamos, de la última fase evolutiva del curso de la religión), al presentarse como esencia infinita, deja de ser un numen (porque un numen infinito no puede ser personal y, por tanto, no cabe mantener con él relaciones de ningún tipo), y nos coloca a las puertas del ateísmo.
Bibliografía
a) Obras de Gustavo Bueno
Con el objeto de no alargarnos en exceso (de una forma tal que resultase intolerable para los coordinadores de esta obra colectiva) hemos evitado cargar nuestra exposición con citas textuales y notas, pero el lector puede juzgar por sí mismo lo ajustado o no de nuestra «lectura» de Bueno, leyendo, a su vez, la obra de éste. En el caso de la Filosofía de la religión y el problema de Dios, los escritos principales son
El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión (1985), 2ª edición corregida y ampliada con 14 Escolios, Pentalfa, Oviedo 1996; y Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989. Es importante también la conferencia pronunciada en la Universidad de León, con el título «Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos», en Los valores en la ciencia y la cultura, Universidad de León 2001, págs. 407-435. Pero nos parece que resulta también obligado un cierto conocimiento de su Ontología y de su Antropología filosófica. Respecto a la primera, las obras más importantes son: Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972; y Materia, Pentalfa, Oviedo 1990. En cuanto a la segunda: El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996 (5ª edición, noviembre de 1997); y los artículos: «Sobre el concepto de "espacio antropológico"», El Basilisco (1ª época), nº 5, págs. 57-69, Oviedo 1978; «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», El Basilisco (1ª época), nº 16, págs. 8-37, Oviedo 1984; «El sentido de la vida», en El sentido de la vida. Seis lecciones de filosofía Moral, págs. 377-418, Pentalfa, Oviedo 1996 (Los dos artículos mencionados anteriormente se hallan recogidos también en esta obra.); y «La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco (2ª época), nº 9, págs. 3-37, Oviedo 1991.
b) Sobre la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno
Pelayo García Sierra,
Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000 (Se trata de una antología de textos de Bueno, y aunque no existe ninguna entrada a la voz «Dios» (aunque sí, por supuesto, a «Religión»), su consulta resultará enormemente fructífera, especialmente (por su novedad) la de aquellos textos que son el resultado de una entrevista con el propio Bueno: para la cuestión que nos ocupa, especialmente la voz «Agnosticismo».
Alfonso Fernández Tresguerres, «Bueno y Bergson. Sobre Filosofía de la religión», El Basilisco (2ª época) nº 13, págs. 74-88, Oviedo 1992.
Alfonso Fernández Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993.
Alfonso Fernández Tresguerres, «El concepto de "religión natural". Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco (2ª época), nº 18, págs. 3-12, Oviedo 1995.
Alfonso Fernández Tresguerres,
«Lecturas de El animal divino. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época), nº 19, págs. 88-97, Oviedo 1995.
Alfonso Fernández Tresguerres,
«Segunda respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs. 81-86, Oviedo 1996.
Alfonso Fernández Tresguerres, «El animal divino y Los dioses olvidados», Epílogo a la 2ª edición de El animal divino, de G. Bueno.
Pablo Huerga Melcón,
«Notas para una crítica a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época) nº 19, págs. 82-87, Oviedo 1995.
Gonzalo Puente Ojea, «La verdad de la religión. A propósito de un libro de Gustavo Bueno», en Elogio del ateísmo, Siglo XXI, Madrid 1995, págs. 84-187.
Gonzalo Puente Ojea,
«Carta abierta a Alfonso Tresguerres», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs., 79-80.
Gonzalo Puente Ojea,
«Respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres», El Basilisco, en el mismo nº 20, págs., 89-92.

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BIENVENIDO A QUNRÁM Lugar de consulta sobre religión, política. hitoria y Geográfia del Medio Oriente
En Palestina estàn los Valles de Murrabbaat y Khirbet Mird, en la región del noroeste del Mar Muerto.En marzo de 1947 fueron encontrados unos rollos los cuales han traido nuevas asombrosas revelaciones. El primer descubrimiento fue en las cuevas calizas de la región conocida hoy como Valle de Qumran.Se proponen tres períodos para los Rollos del Mar Muerto. (1) Período Arcaico (200-150 antes de J.C. (2) Período Hasmoneano (150- antes de J.C. - 30 antes de J.C. ) , (3) Período Herodiano (30 antes de J.C. - 70 después de J.C.).
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