En tiempos del Antiguo Testamento no existían escuelas para los niños de la gente común y sencilla. Sus padres debían enseñarles las ocupaciones corrientes, y también explicarles la Ley y los festivales religiosos. En tiempos de Jesús la educación de las niñas estaba enteramente en manos de su madre, pero cada varón asistía a la escuela de la Sinagoga a partir de los seis años.
El Antiguo Testamento era su único libro de texto mientras aprendían la historia, geografía y literatura, así como la Ley de su pueblo. Si el niño era lo suficientemente inteligente y contaba con los medios necesarios, podía enviársele a Jerusalén a sentarse a los pies de algún rabino famoso para asimilar su enseñanza.
Además del conocimiento de la Ley, el niño judío debía aprender algún oficio. Tanto esto como el significado de las fiestas era tarea de su padre. Cuando el muchacho cumplía los trece años llegaba a su Bar Mitzvah, o sea que pasaba a ser un hijo de la Ley, y a efectos religiosos era considerado ya un hombre. Reunía las condiciones necesarias para ser incluido en el Minyau, el grupo mínimo de diez hombres imprescindibles para celebrar la asamblea en una Sinagoga. Al siguiente sábado el muchacho leía una porción de la Ley en hebreo y recibía la bendición del rabino principal.
En aquella época no existía en Israel una marcada separación entre la ley civil y la religiosa. Los sacerdotes levitas y los ancianos cumplían el mismo propósito y participaban
en la administración de la justicia. En la puerta de la ciudad o del pueblo se ventilaban los procesos legales y se juzgaban los casos.
La Corte Suprema en tiempos neotestamentarios era el Sanedrín. Este cuerpo de 70 hombres se reunía en el Templo. Las autoridades romanas les permitían emitir la sentencia sobre cualquier tema bajo la ley judaica, menos la pena de muerte ni en aquellos casos regidos exclusivamente por la ley romana. Las querellas locales las resolvían siempre los ancianos en la puerta de la aldea, tal como se indicó anteriormente.
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