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lunes, marzo 10, 2008

Superficies exterior e interior del hombre y la mujer

La piel, que recubre la superficie exterior del cuerpo es impermeable al agua y al gas. No permite entrar los microbios que viven sobre ella. Tiene asimismo el poder de destruirlos con ayuda de las substancias que segrega. Pero los seres tan minúsculos y peligrosos que llamamos virus, son capaces de atravesarla. Por su faz externa, se encuentra expuesta a la luz, al viento, a la humedad, a la sequedad, al calor y al frío. Por su faz interna, está en contacto con un mundo acuático, cálido y privado de luz, donde las células de los tejidos y de los órganos, viven como animales marinos. A despecho de su delicadeza, protege efectivamente el medio interior de las variaciones incesantes del medio cósmico. Es húmeda, delgada, extensible, elástica, indesgastable. Es indesgastable porque se compone de muchas capas de células que se reproducen sin cesar. Estas células mueren permaneciendo unidas las unas con las otras como los fragmentos de arcilla que componen un tejado, y como si estos fragmentos o trozos pudieran ser arrastrados por el viento y reemplazados de nuevo. Ahora bien, la piel permanece húmeda y flexible porque existen glándulas pequeñitas que segregan en su superficie agua y grasa. Al nivel de la nariz, de la boca, del ano, de la uretra y de la vagina, se continúa con mucosas, membranas que cubren la superficie interna del cuerpo. Pero estos orificios, a excepción de la nariz, se encuentran cerrados por medio de anillos musculares. La piel es, pues, la frontera casi perfectamente protegida de un mundo cerrado.
Por su intermedio entra el cuerpo en relación con todas las cosas que vienen a constituir su medio. En efecto, sirve de abrigo a una inmensa cantidad de pequeños órganos receptores que registran, cada cual según su propia naturaleza, las modificaciones del mundo exterior. Los corpúsculos del tacto, extendidos sobre toda su superficie, son sensibles a la presión, al dolor, al calor y al frío. Aquellos que se encuentran situados en la mucosa de la lengua se sienten impresionados por cierta calidad de alimentos y también por la temperatura. Las vibraciones del aire operan sobre los aparatos complicadísimos de la oreja interna, y también por intermedio de la membrana del tímpano y los huesos de la oreja media. La redecilla del nervio olfativo que se extiende en la mucosa nasal, es sensible a los olores. En fin, el cerebro envía parte de sí mismo, el nervio óptico y la retina, hasta bajo la piel, y recoge las ondulaciones electromagnéticas desde el rojo hasta el violeta. La piel sufre en este nivel una modificación extraña. Se vuelve transparente y forma la córnea y el cristalino uniéndose con otros tejidos para edificar el prodigioso sistema elíptico que llamamos ojo.
De todos estos órganos se escapan fibras nerviosas que se dirigen a la médula y al cerebro. Por intermedio de estos nervios, el sistema nervioso central se extiende a manera de membrana sobre toda la superficie del cuerpo donde entra en contacto con el mundo exterior. De la constitución de los órganos de los sentidos y de su grado de sensibilidad, depende el aspecto que toma para nosotros el universo. Si, por ejemplo, la retina registrase los rayos infrarrojos de ondas de gran longitud, la naturaleza se nos presentaría con otro aspecto. A causa de los cambios de temperatura, el color del agua, de las rocas y de los árboles, variaría según las estaciones. Los claros días de verano en que los menores detalles del paisaje se destacan sobre las sombras duras, se mostrarían oscurecidos por un tono rojo opaco. Los rayos caloríficos, que se tornarían visibles, ocultarían todos los objetos. Durante los fríos del invierno, la atmósfera se tornaría clara y los contornos de las cosas se precisarían. El aspecto de los hombres cambiaría de un modo inusitado. Su perfil vendría a ser indeciso. Una roja nube, al escapar de su nariz y de su boca cubriría su rostro con una máscara. Tras un violento ejercicio, el volumen del cuerpo cambiaría extraordinariamente, porque el calor que se desprendiese de él, le circundaría de un aura extensa. Del mismo modo, el mundo exterior se modificaría, aunque de manera inversa, si la retina se tornase sensible a los rayos ultravioleta; la piel a los rayos luminosos, o si, únicamente, la sensibilidad de cada uno de los órganos de nuestros sentidos, aumentara de manera marcada.
Ignoramos las cosas que no operan sobre las terminaciones nerviosas de la superficie de nuestro cuerpo. Es por ello que los rayos cósmicos no son de modo alguno perceptibles para nosotros aunque nos atraviesen de parte a parte. Parece que todo lo que alcanza al cerebro, debe pasar por los sentidos, es decir, impresionar el conglomerado nervioso que nos rodea. Únicamente el agente desconocido de las comunicaciones telepáticas hace, quizás, excepción a esta regla. Se diría que, en la, clarividencia, el sujeto coge directamente la realidad exterior sin utilizar las vías nerviosas habituales. Pero tales fenómenos son raros. Los sentidos son la puerta por la cual el mundo físico llega hasta nosotros. La calidad del individuo depende, en parte, de la calidad de su superficie. Porque el cerebro se forma de acuerdo con los mensajes incesantes que le llegan del medio exterior. Así, pues, es preciso guardarnos de modificar a la ligera el estado de nuestra envoltura física con nuestros hábitos de vida. Por ejemplo, no sabemos exactamente cual es el efecto de la exposición al sol de la superficie de nuestro cuerpo. Hasta el momento en que este efecto sea conocido, el nudismo y el afán de oscurecer la piel exageradamente por medio de la luz natural y aun por efecto de los rayos ultravioleta, no deberían ser aceptados ciegamente por las razas blancas. La piel y sus dependencias desempeñan con respecto a nosotros el papel de un guardián atento. Dejan entrar en nosotros ciertas cosas de los mundos físico y psicológico, excluyendo a las demás. Constituyen la puerta siempre abierta y sin embargo estrechamente vigilada de nuestro sistema nervioso central. Hace falta considerarles como un aspecto muy importante de nosotros mismos.
Nuestra frontera interna comienza en la boca y la nariz y termina en el ano. Por estas aberturas, el mundo exterior penetra en los aparatos digestivo y respiratorio. En tanto que la piel es impermeable al agua y al gas, las membranas mucosas del pulmón y del intestino dejan pasar estas substancias. Por su intermedio, estamos en continuidad química con nuestro medio. Nuestra superficie interior es mucho más extensa que la de la piel. La extensión cubierta por las células planas de los alvéolos pulmonares, es inmensa. Resulta aproximadamente igual a un rectángulo de cincuenta metros de longitud y de diez metros de ancho. Estas células se dejan atravesar por el oxígeno del aire y por el ácido carbónico de la sangre venosa. Se afectan con facilidad con los venenos y las bacterias y particularmente con los neumococos. El aire atmosférico, antes de llegar a ella, atraviesa la nariz, la garganta, la laringe, la tráquea, y los bronquios donde se humedece y se desembaraza del polvo y de los microbios que trae consigo. Pero esta protección natural se torna insuficiente desde que el aire de las ciudades se encuentra impregnado por el polvo del carbón, los vapores de la bencina, y las bacterias arrojadas por la muchedumbre de los seres humanos. Las mucosas respiratorias son mucho más frágiles que la piel y como consecuencia de esta fragilidad, en las guerras del porvenir, los gases tóxicos podrán exterminar poblaciones enteras.
De la boca al ano, el cuerpo es atravesado por una corriente de materia alimenticia. Las membranas digestivas establecen las relaciones químicas entre el mundo exterior y el medio orgánico. Sus funciones son más complicadas que las de las membranas respiratorias, porque aquéllas deben hacer sufrir profundas transformaciones a las sustancias que se encuentran en su superficie. No basta con que representen el papel de un simple filtro. Deben constituir también una verdadera usina química. Los fermentos que segregan, colaboran con los del páncreas para transformar los alimentos en sustancias susceptibles de ser absorbidas por las células del intestino. Esta superficie es extraordinariamente vasta, segrega y absorbe grandes cantidades de líquido. Deja pasar asimismo las substancias alimenticias una vez que se han digerido. Pero se opone a la penetración de las bacterias que pululan en el tubo digestivo. En términos generales, estos peligrosos enemigos son mantenidos a raya por esta delicada membrana y los leucocitos que la defienden. Pero no por ello dejan de constituir una amenaza. Los virus se colocan en la garganta. Los estreptococos y los bacilos de la difteria, en las amígdalas. Los bacilos de la fiebre tifoidea y de la disentería se multiplican fácilmente en el intestino. De la buena calidad de las membranas respiratorias y digestivas depende en gran parte la resistencia del organismo a las enfermedades infecciosas, su fuerza, su equilibrio, su afectividad y aún su actitud intelectual. Nuestro cuerpo constituye, pues, un mundo cerrado, limitado en parte por la piel y en parte por las mucosas de los aparatos digestivos y respiratorio. Cuando esta superficie se destruye en alguno de sus puntos, la existencia del individuo está amenazada. Una quemadura, aún superficial, si se extiende en una gran parte de la piel, conduce a la muerte. Esta envoltura que aísla de manera tan perfecta nuestro medio interior del medio cósmico, permite sin embargo las comunicaciones físicas y químicas más extensas entre estos dos mundos. Realiza el prodigio de ser una frontera simultáneamente cerrada y abierta desde el momento en que no existe para los agentes psicológicos. Podemos ser heridos y aún muertos por enemigos que, ignorando totalmente nuestros límites anatómicos, invaden nuestra conciencia, como los aviones bombardean una ciudad sin cuidarse poco ni mucho de las fortificaciones que la defienden.
n gran diferencia de constitución. El tipo alto, asténico o atlético, se encuentra predispuesto a la tuberculosis y a la demencia precoz. El tipo grueso, a la locura circulatoria, a la diabetes, al reumatismo, a la gota. En el diagnóstico y pronóstico de las enfermedades, los antiguos médicos atribuían, con justa razón, una gran importancia al temperamento, a las idiosincrasias, a las diátesis. Para aquel que sabe observar, cada hombre lleva sobre su fisonomía la descripción de su cuerpo y de su alma.

c.III,III

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