El medio interior forma parte de los tejidos, mejor dicho, es inseparable de él. Sin los tejidos, los elementos anatómicos dejarían de existir. Todas las manifestaciones de la vida de los órganos y de los centros nerviosos, nuestros pensamientos, nuestros afectos, la crueldad, la fealdad y la belleza del Universo, su propia existencia, dependen del estado físico-químico de este medio. Se compone de la sangre que circula en las arterias y en las venas, y del líquido que filtra a través de !a pared de los vasos capilares en el interior de los tejidos y de los órganos. Hay un medio general, la sangre, y medios regionales constituidos por la linfa intersticial. Se puede comparar cada órgano a un recipiente completamente lleno de plantas acuáticas, y alimentado por un arroyuelo, El agua, casi estancada, análoga a la linfa que baña las células, se carga de los desechos de las plantas y de las sustancias químicas dejadas por éstas. Su grado de estagnación y de polución dependen de la rapidez y del volumen del arroyuelo.
Otro tanto ocurre con la linfa intersticial cuya composición está reglamentada por la plenitud de la arteria que nutre al órgano. En último análisis, es la sangre la que directa o indirectamente constituye el medio donde viven todas las células del cuerpo.
La sangre es un tejido, como todos los otros. Se compone de más o menos treinta mil millones de glóbulos rojos y cincuenta millones de glóbulos blancos. Pero estas célula s no están como las de los otros tejidos inmovilizadas por una armadura, y suspendidas en un líquido viscoso, el plasma. La sangre es un tejido en movimiento que se insinúa en todas las partes del cuerpo. Lleva a cada célula el alimento del cual tiene necesidad. Al mismo tiempo sirve de alcantarilla colectora de residuos de los tejidos inútiles. Pero contiene también sustancias químicas y células capaces de operar reconstrucciones orgánicas en las regiones del cuerpo donde hacen falta. Durante este acto extraño, se comporta como un torrente, que, con ayuda del cieno y de los troncos de árboles que acarrea, se empeñase en reparar las casas situadas en su ribera.
El plasma sanguíneo no es lo que los químicos nos enseñan. Ciertamente, responde en verdad a las abstracciones a las cuales estos últimos se han reducido. Pero es incomparablemente más rico que ellas. Es, sin duda alguna, la solución de bases, ácidos, sales y proteínas de las cuales Slyke y Henderson han descubierto las leyes del equilibrio físico-químico. Gracias a esta composición particular puede mantener constante y muy próxima su alcalinidad iónica, a pesar de los ácidos que sin cesar, libertan los tejidos. Ofrece de este modo a todas las células del organismo un medio que no es ni demasiado ácido ni demasiado alcalino y que no varía jamás. Pero está conformado con proteínas, “polipéptidos”, ácidos, aminos, azúcares, grasas, fermentos, metales en cantidad infinitesimal, producciones de secreciones de todas las glándulas, de todos los tejidos. Conocemos todavía muy mal la naturaleza de la mayor parte de estas sustancias. Entrevemos apenas la inmensa complejidad de sus funciones. Cada tipo celular encuentra en el plasma sanguíneo los alimentos que le convienen, las sustancias que aceleran o moderan su actividad. Por ello, ciertas grasas, ligadas a las proteínas del suero, tienen el poder de frenar la proliferación celular, y aún de detenerla completamente. Existen también en el suero sustancias que impiden la multiplicación de las bacterias. Las sustancias nacen de los tejidos cuando éstos deben defenderse de una invasión de microbios. Y por fin, una proteína, la fibrinógina, madre de la fibrina, que, con pegajosa tenacidad, se aplica espontáneamente a las llagas de los vasos y detiene las hemorragias.
Las células de la sangre, glóbulos rojos y glóbulos blancos, representan un papel capital en la constitución del medio interior. En efecto, el plasma no puede disolverse sino en una pequeña cantidad del oxígeno del aire. Sería incapaz de proveer a la inmensa población de células encerradas en el oxígeno que ellas exigen, si este oxígeno no se fijase sobre los glóbulos rojos. Los glóbulos rojos no son células vivientes. Son pequeños sacos llenos de hemoglobina. A su paso por los pulmones, se cargan del oxígeno que cogen, algunos instantes más tarde, las células ávidas de los órganos. Y al mismo tiempo, aquellos se desembarazan en la sangre de su ácido carbónico y de otros desperdicios. Los glóbulos blancos, al contrario, son células vivas. Ya flotan en el plasma de los vasos, ya se escapan por los intersticios capilares, y se arrastran sobre la superficie de las células de las mucosas, de los intestinos, de todos los órganos. Gracias a estos elementos microscópicos ocurre que la sangre representa su papel de tejido móvil, de agente reparador, a la vez sólido y líquido, capaz de dirigirse donde su presencia es necesaria. Acumula con rapidez, en torno de los microbios invasores de una región del organismo, grandes conjuntos de leucocitos que combaten la infección. Aporta también, al nivel de las llagas de la piel o de los órganos, glóbulos blancos que son un material virtual de reconstrucción. Estos leucocitos tienen el poder de transformarse en células fijas. Hacen nacer a su alrededor fibras conjuntivas, y reparan, gracias a una cicatrización sólida, los tejidos heridos.
Los líquidos y las células que salen de los vasos capilares sanguíneos, constituyen el medio local de los tejidos y de los órganos. Este medio es casi imposible de estudiar. Cuando se inyectan en el organismo, como lo ha hecho Roux, sustancias cuyo color varía según el ácido iónico de los tejidos, se ve a los órganos adquirir colores diferentes. Entonces se hace posible percibir la diversidad de los medios locales. En realidad, esta diversidad es mucho más profunda de lo que parece. Pero no somos capaces de descubrir todos sus caracteres. En el vasto mundo que constituye el organismo humano, existen países variadísimos. Aunque países sean irrigados por las ramas del mismo río, la calidad del agua, de sus lagos y de sus estanques depende de la constitución del suelo y de la naturaleza de la vegetación. Cada órgano, cada tejido, crea, a expensas del plasma sanguíneo, su propio medio. Y el ajuste recíproco de las células y de su medio, depende la salud o la enfermedad, la debilidad o la fuerza, la felicidad o la desdicha de cada uno de nosotros.
Otro tanto ocurre con la linfa intersticial cuya composición está reglamentada por la plenitud de la arteria que nutre al órgano. En último análisis, es la sangre la que directa o indirectamente constituye el medio donde viven todas las células del cuerpo.
La sangre es un tejido, como todos los otros. Se compone de más o menos treinta mil millones de glóbulos rojos y cincuenta millones de glóbulos blancos. Pero estas célula s no están como las de los otros tejidos inmovilizadas por una armadura, y suspendidas en un líquido viscoso, el plasma. La sangre es un tejido en movimiento que se insinúa en todas las partes del cuerpo. Lleva a cada célula el alimento del cual tiene necesidad. Al mismo tiempo sirve de alcantarilla colectora de residuos de los tejidos inútiles. Pero contiene también sustancias químicas y células capaces de operar reconstrucciones orgánicas en las regiones del cuerpo donde hacen falta. Durante este acto extraño, se comporta como un torrente, que, con ayuda del cieno y de los troncos de árboles que acarrea, se empeñase en reparar las casas situadas en su ribera.
El plasma sanguíneo no es lo que los químicos nos enseñan. Ciertamente, responde en verdad a las abstracciones a las cuales estos últimos se han reducido. Pero es incomparablemente más rico que ellas. Es, sin duda alguna, la solución de bases, ácidos, sales y proteínas de las cuales Slyke y Henderson han descubierto las leyes del equilibrio físico-químico. Gracias a esta composición particular puede mantener constante y muy próxima su alcalinidad iónica, a pesar de los ácidos que sin cesar, libertan los tejidos. Ofrece de este modo a todas las células del organismo un medio que no es ni demasiado ácido ni demasiado alcalino y que no varía jamás. Pero está conformado con proteínas, “polipéptidos”, ácidos, aminos, azúcares, grasas, fermentos, metales en cantidad infinitesimal, producciones de secreciones de todas las glándulas, de todos los tejidos. Conocemos todavía muy mal la naturaleza de la mayor parte de estas sustancias. Entrevemos apenas la inmensa complejidad de sus funciones. Cada tipo celular encuentra en el plasma sanguíneo los alimentos que le convienen, las sustancias que aceleran o moderan su actividad. Por ello, ciertas grasas, ligadas a las proteínas del suero, tienen el poder de frenar la proliferación celular, y aún de detenerla completamente. Existen también en el suero sustancias que impiden la multiplicación de las bacterias. Las sustancias nacen de los tejidos cuando éstos deben defenderse de una invasión de microbios. Y por fin, una proteína, la fibrinógina, madre de la fibrina, que, con pegajosa tenacidad, se aplica espontáneamente a las llagas de los vasos y detiene las hemorragias.
Las células de la sangre, glóbulos rojos y glóbulos blancos, representan un papel capital en la constitución del medio interior. En efecto, el plasma no puede disolverse sino en una pequeña cantidad del oxígeno del aire. Sería incapaz de proveer a la inmensa población de células encerradas en el oxígeno que ellas exigen, si este oxígeno no se fijase sobre los glóbulos rojos. Los glóbulos rojos no son células vivientes. Son pequeños sacos llenos de hemoglobina. A su paso por los pulmones, se cargan del oxígeno que cogen, algunos instantes más tarde, las células ávidas de los órganos. Y al mismo tiempo, aquellos se desembarazan en la sangre de su ácido carbónico y de otros desperdicios. Los glóbulos blancos, al contrario, son células vivas. Ya flotan en el plasma de los vasos, ya se escapan por los intersticios capilares, y se arrastran sobre la superficie de las células de las mucosas, de los intestinos, de todos los órganos. Gracias a estos elementos microscópicos ocurre que la sangre representa su papel de tejido móvil, de agente reparador, a la vez sólido y líquido, capaz de dirigirse donde su presencia es necesaria. Acumula con rapidez, en torno de los microbios invasores de una región del organismo, grandes conjuntos de leucocitos que combaten la infección. Aporta también, al nivel de las llagas de la piel o de los órganos, glóbulos blancos que son un material virtual de reconstrucción. Estos leucocitos tienen el poder de transformarse en células fijas. Hacen nacer a su alrededor fibras conjuntivas, y reparan, gracias a una cicatrización sólida, los tejidos heridos.
Los líquidos y las células que salen de los vasos capilares sanguíneos, constituyen el medio local de los tejidos y de los órganos. Este medio es casi imposible de estudiar. Cuando se inyectan en el organismo, como lo ha hecho Roux, sustancias cuyo color varía según el ácido iónico de los tejidos, se ve a los órganos adquirir colores diferentes. Entonces se hace posible percibir la diversidad de los medios locales. En realidad, esta diversidad es mucho más profunda de lo que parece. Pero no somos capaces de descubrir todos sus caracteres. En el vasto mundo que constituye el organismo humano, existen países variadísimos. Aunque países sean irrigados por las ramas del mismo río, la calidad del agua, de sus lagos y de sus estanques depende de la constitución del suelo y de la naturaleza de la vegetación. Cada órgano, cada tejido, crea, a expensas del plasma sanguíneo, su propio medio. Y el ajuste recíproco de las células y de su medio, depende la salud o la enfermedad, la debilidad o la fuerza, la felicidad o la desdicha de cada uno de nosotros.
c.III,V
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