El interior de nuestro cuerpo no es de modo alguno lo que nos enseña la anatomía clásica. Aquella nos da del ser humano un esquema puramente estructural y absolutamente irreal. No basta con abrir un cadáver para saber cómo está constituido el organismo. Por cierto, podemos examinar su esqueleto y los músculos que constituyen la armadura de los órganos. En la caja formada por la columna vertebral, las costillas y el esternón, se encuentran suspendidos el corazón y los pulmones. El hígado, el bazo, los riñones, el estómago, el intestino, los órganos genitales, se unen por medio de repliegues del peritoneo a la superficie interior de la gran cavidad cuyo fondo está constituido por la pelvis, los costados por los músculos del abdomen y la bóveda por el diafragma. Los más frágiles de todos los órganos, el cerebro y la médula, se encuentran encerrados en cajas óseas, y protegidos contra la dureza de sus paredes por un sistema de membranas y una especie de colchón de líquido.
Es imposible comprender, en un cadáver, la constitución del ser viviente, porque en él se contemplan los tejidos privados de sus funciones y de su medio natural: la sangre y los humores. En realidad, un órgano separado de su medio, deja de existir. En el individuo vivo, la sangre circulante está en todas partes. Late en las arterias, se desliza en las venas azules, llena los vasos capilares y baña todos los tejidos de linfa transparente. Para asir este mundo interior tal como es se necesitan técnicas mucho más delicadas que las de la anatomía y las de la histología. Es preciso estudiar los órganos en animales y hombres vivos, tal como se les ve en el curso de las operaciones quirúrgicas, y no sólo en cadáveres preparados para la disección. Es preciso aprender su estructura, a la vez en los cortes microscópicos de los tejidos muertos y modificados por los fijativos y los colorantes, y también en los tejidos vivos en plena función, y en los “films” cinematográficos donde se registran sus movimientos. No debemos hacer separaciones artificiales, ni entre las células y su medio, ni entre la forma y la función.
En el interior del organismo, las células se comportan como pequeñas bestias acuáticas sumergidas en un medio oscuro y tibio. Este medio es análogo al agua del mar. Sin embargo es menos salado que aquélla y su composición es mucho más rica y variada. Los glóbulos blancos de la sangre y las células que tapizan los vasos sanguíneos y linfáticos, semejan peces que navegan libremente en la masa de las aguas o que se detienen sobre la arena del fondo. Pero las células que forman los tejidos no flotan en líquido alguno. Pueden, por lo tanto, ser compradas, no a peces, sino a anfibios que viven en las marejadas o en la arena húmeda. Todas dependen absolutamente de las condiciones del medio en el cual se encuentran sumergidas. Sin cesar, modifican este medio y son modificadas por él. En realidad, son inseparables, tan inseparables, como su cuerpo de su núcleo. Su estructura y sus funciones están determinadas por el estado físico, físico-químico y químico del líquido que las rodea. Este líquido es la linfa intersticial que, a la vez, proviene de la sangre y la produce. Célula y medio, estructura y función, son una sola y misma cosa. Sin embargo, las necesidades metodológicas nos obligan a dividir en trozos este conjunto funcional indivisible; a describir por una parte los tejidos, y por la otra, el medio intra-orgánico, la sangre y los humores.
Las células forman sociedades que llamamos tejidos y órganos. Pero la analogía de estas sociedades a las comunidades de insectos y a las comunidades humanas es bien superficial. Porque la individualidad de las células es mucho menos grande que la de los hombres y aun que la de los insectos. En unas y otras de estas sociedades, las reglas que parecen unir a los individuos, son la expresión de sus propiedades inherentes. Es más fácil conocer los caracteres de los seres humanos que los de las sociedades humanas. En las sociedades celulares ocurre todo lo contrario. Los anatomistas y los fisiólogos saben, desde hace tiempo, cuáles son los caracteres generales de los tejidos y de los órganos, pero sólo recientemente han logrado analizar las propiedades de las células, es decir, de los individuos que constituyen las sociedades orgánicas. Gracias a los procedimientos que permiten el cultivo en frascos de los tejidos, ha sido posible el obtener de ellos un conocimiento más profundo. Las células se han revelado entonces como dotadas de poderes insospechados, de sorprendentes propiedades que, virtuales en las condiciones ordinarias de la vida, son susceptibles de actuar bajo la influencia de ciertos estados físico-químicos del medio.
No son sus caracteres anatómicos, sino y especialmente, sus caracteres funcionales los que las hacen capaces de construir al organismo vivo.
A pesar de su pequeñez, cada célula es un organismo muy complicado. No se parece en forma alguna a la abstracción favorita de los químicos, a una gota de gelatina rodeada de una membrana semipermeable. No se encuentra en su núcleo o en su cuerpo la sustancia a la cual los biólogos dan el nombre de protoplasma. En efecto, el protoplasma es un concepto desprovisto de sentido objetivo, como lo sería también el concepto antropoplasma si, por tal concepto, se quisiese expresar lo que se encuentra en el interior de nuestro cuerpo. Hoy día es posible proyectar sobre la pantalla cinematográfica células agrandadas hasta tal punto que su tamaño es superior al de un hombre. En estas condiciones, todos sus órganos se tornan visibles. En medio de su cuerpo se ve flotar una especie de balón ovoide de paredes elásticas que aparece lleno de una gelatina completamente transparente. Este núcleo mayor, contiene dos núcleos más pequeños que cambian de forma con lentitud. En torno suyo, existe gran agitación. Esta se produce sobre todo al nivel de un conjunto de vesículas que corresponde a lo que los anatomistas llaman el aparato de Golgi o de Renault. Gránulos, casi indistintos, se mueven sin cesar y en número inmenso en esta región. Corren también hasta en los miembros móviles y transitorios de la célula. Pero los órganos más sorprendentes son largos hilos, los mitocondrios que se asemejan a serpientes, o, en ciertas células, a bacterias corsas. Vesículas, granulaciones y filamentos, se agitan violenta y continuamente en el tejido intracelular.
La complejidad aparente de las células vivas es ya muy grande. Su complejidad real, lo es más aún. El núcleo que, a excepción de los nucleoides, aparece completamente vacío, contiene sin embargo, sustancias de una naturaleza maravillosa. La sencillez atribuida por los químicos a las núcleo-proteínas que lo constituyen es una ilusión. En realidad, el núcleo contiene los “genes”, esos seres de quienes todo lo ignoramos, excepto el hecho que son las tendencias hereditarias de las células y de los hombres que de allí derivan. Los “genes” son invisibles, pero sabemos que habitan los cromosomas, esos bastoncillos que aparecen en el núcleo claro de la célula, cuando ésta va a dividirse. En este momento, los cromosomas dibujan de manera confusa las figuras clásicas de la, división indirecta. Después, ambos grupos se alejan el uno del otro. Entonces puede verse en los “films” cinematográficos, al cuerpo celular sacudirse violentamente, agitar en todo sentido su contenido y dividirse en dos partes, las células hijas. Estas células se separan dejando arrastrar tras ellas filamentos elásticos que terminan por romperse. De esta manera se individualizan dos elementos nuevos del organismo.
De igual modo que entre los animales, las células pertenecen a muchas razas. Estas razas están determinadas a la vez por caracteres estructurales y por caracteres funcionales. Las que provienen de regiones espaciales diferentes, por ejemplo, de la glándula tiroide, del bazo o de la piel, muestran, naturalmente, tipos muy diversos. Pero, cosa inexplicable, si se recogen en momentos sucesivos de la duración, células de una misma región espacial, se encuentra que constituyen también razas diferentes. El organismo es tan heterogéneo en el tiempo como en el espacio. Los tipos celulares se dividen groseramente en dos clases: las células fijas que se unen para formar dos órganos y las células móviles que viajen en el cuerpo entero. Las células fijas comprenden la raza de las células conjuntivas y la de las células epiteliales, células nobles que forman el cerebro, la piel, en glándulas endocrinas. Las células conjuntivas constituyen el esqueleto de los órganos. Están presentes en todas partes. Alrededor de ellas, se acumulan sustancias variadas, cartílagos, huesos, tejidos fibrosos, fibras elásticas, que dan al esqueleto, a los músculos, a los vasos sanguíneos y a los órganos, la solidez y la elasticidad necesarias. Se metamorfosean también en elementos contráctiles. Constituyen, pues, los músculos del corazón, los vasos del aparato digestivo y asimismo, los de nuestro aparato locomotriz. Aunque se nos aparezcan inmóviles y conserven aún el nombre viejo de células fijas, están sin embargo dotadas de movimiento como nos lo ha demostrado la cinematografía. Pero estos movimientos son lentos. Se deslizan en su medio, como se extiende el aceite sobre el agua, y arrastran consigo su núcleo que flota en la masa líquida de su cuerpo. Las células móviles comprenden los diferentes tipos de leucocitos de la sangre y de los tejidos. Su paso es rápido. Los leucocitos con muchos núcleos, parecen amebas. Los linfocitos se arrastran con más lentitud, como pequeños gusanos. Los mayores, los monocitos, son verdaderos pulpos que, aparte de sus múltiples brazos, se encuentran rodeados de una membrana ondulante. Envuelven en los pliegues de esta membrana, las células y los microbios, de que se nutren en seguida con voracidad.
Cuando se cultivan en frascos estos diferentes tipos celulares, sus caracteres se hacen tan aparentes, como los de las diferentes clases de microbios. Cada tipo posee propiedades que le son inherentes y que conserva aun cuando haya sido separado del cuerpo durante muchos años. Es por su forma de locomoción, por la manera cómo se asocian las unas a las otras, por el aspecto de sus colonias, el ritmo de su desarrollo, las sustancias que segregan, los alimentos que exigen, como también por su forma, por lo que se caracterizan las razas celulares. Cada sociedad celular, es decir, cada órgano, es deudora de sus leyes propias a sus propiedades elementales. Las células no serían capaces de construir el organismo, si no poseyesen sino los caracteres conocidos de los anatomistas. Gracias a sus propiedades habituales y a un número inmenso de propiedades virtuales susceptibles de manifestarse como respuesta a los cambios físico-químicos del medio, hacen frente a las situaciones nuevas que se presentan en la vida, normal y durante el curso de las enfermedades. Se asocian en masas densas cuya disposición está reglamentada por las necesidades estructurales y funcionales del conjunto.
El cuerpo humano es una unidad compacta y móvil y su armonía está asegurada a la vez por la sangre y por los nervios de los cuales están provistos todos los grupos celulares. La existencia de los tejidos no es concebible sin la de un medio líquido. Son las relaciones necesarias de las células con los vasos que las nutren, las que determinan la forma de los órganos. Esta forma depende también de la presencia de las vías de eliminación de las secreciones glandulares. Todo el dispositivo interior del cuerpo depende de las necesidades nutritivas de los elementos anatómicos. La arquitectura de cada órgano está dominada por la necesidad en que se encuentran las células de estar sumergidas en un medio siempre rico en materias alimenticias y nunca estorbadas por los desperdicios de la nutrición.
c.III,IV