Contrahegemonías religiosas actuales y su vinculación con lo político-social
Sería de todo punto de vista muy estrecho e injusto poner en cabeza única de la Iglesia Católica las preocupaciones hegemónicas. Se ha visto repetidamente, y se ve hoy día en un renacer fundamentalista, que las religiones en general, en especial todas las monoteístas, son decididamente intolerantes con las formas y expresiones de diversidad en las creencias que atentan contra sus campos de dominio. Las dirigencias de las religiones de base teológica, burocrática y jerárquica elaboradas, adoptan en general esa postura frente a las creencias populares, sin por ello significar que éstas se hayan originado únicamente como una mera forma de reacción frente a aquéllas.
Si bien, con algunas reservas, es posible concordar con Durkheim (b) que “las cosas sagradas son ideales colectivos que son fijados sobre objetos materiales”, como hecho social entiendo que hay que buscar sus orígenes en las complejas consecuencias históricas y tradicionales de las cosmogonías que han informado y conformado las culturas de los distintos pueblos y comunidades. Es decir que no son producto de una causa única, ya sea económica, política, psicológica o hasta espiritual, que nos permita explicar en su simplificación cómo surgen, por qué surgen y qué significan. De manera que, cuando en este trabajo aludo a las contrahegemonías que ponen de relieve, tampoco estoy diciendo que las creencias y ritos populares operen totalmente afuera de la sociedad y cultura globales ni sean puro y simple producto de la resistencia o la rebelión, aún cuando no se dejen de percibir efectos que tienen ese alcance.
Por otra parte, si bien es cierto que en muchos casos hay quienes optan por no acudir a los canales oficiales de religiosidad dado el carácter abstracto y dogmático de éstos, que no satisfacen o contemplan sus necesidades inmediatas y concretas, ello no basta para sostener a priori que la religiosidad que los sectores populares llegan a poner de manifiesto sean simplemente formas de enfrentar la pobreza y las carencias de esos sectores, aún cuando pueden llegar a “funcionar” como tales, pues muchas veces es notorio que pobreza y carencias son utilizadas por los promotores de nuevos cultos para lograr un reclutamiento más amplio de adeptos. El punto de vista de que las creencias y religiosidad populares encuentran de esa manera su explicación lisa y llana en un sentimiento de repulsa anticapitalista, es para mí una reducción con poco andamiaje, sin perjuicio de que sí resulten expresiones de contrapoder.
El “contrapoder” que expresan las irrupciones de cultos populares no está dirigido siempre al mismo objetivo, pues los valores que rechazan y erosionan no son los mismos en toda ocasión: esa irrupción de nuevos cultos da lugar normalmente a conflictos, de mayor o menor importancia y duración, que tanto por su naturaleza como por su envergadura reflejan, al igual que las demás innovaciones en el seno social, “qué valores están siendo amenazados” en forma directa o indirecta y cuáles han de ser las medidas de “contrainsurgencia” que los sectores dominantes de la sociedad pueden adoptar para intentar preservarlos. Un ejemplo de esto lo da Spadafora, cuando hace una semblanza de la ICM o "Iglesia de la Fraternidad de la Comunidad Metropolitana”, instalada en la Capital Federal de Argentina desde 1987, la que partiendo de una suerte de luteranismo y pentecostalismo paralelos, ha adoptado como su principal rasgo el de convocar a gays, lesbianas, travestis, transexuales y, en general a quienes son sexualmente alternativos, excluyendo expresamente a los heterosexuales. El “valor amenazado” en este caso resulta patente y la repulsa y condena a esa Iglesia por parte de las religiones clásicas, protestantes y católica -máxime en un medio social que maneja un discurso adverso a esa propuesta religioso-homosexual-, no se hizo esperar.
Salamanca o diablo del carnaval del Noroeste argentino (Foto: Isidoro Zang) |
Por último, no quisiera cerrar este acápite sin señalar que, así como la religión católica actúa en el ámbito nacional como operador simbólico para ayudar a darle al concepto de nación una identidad unificadora, también tienen calidad simbólica, aún con otros fines, las expresiones religiosas más localizadas, que quieren enraizar sus intereses propios en lo popular (vg. neopentecostalismo) o de índole puramente popular, para contribuir a la formación de grupos y comunidades diferenciados dentro del territorio nacional. De esa manera quedan asimismo creadas, aunque no siempre de manera directa, las posibilidades de confrontación con las normas e intereses de los poderes centrales más allá, incluso, de lo religioso. Este, por lo general, sirve de motivo suficiente para que esas creencias populares sean “demonizadas” y combatidas por los poderes centrales, o cuando menos cubiertas por un manto de sospecha y desconfianza, que los medios de comunicación se ocupan de extremar y difundir, ayudando a la construcción de “desviaciones” y dando a las noticias sobre religiones populares un sesgo “satánico” o presentándolas de manera de inducir a un “pánico moral” en el seno social , instaurando “un clima de sospecha en el cual cualquier comportamiento religioso extraño es potencialmente peligroso” (ver los trabajos de Frigerio) .
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