Barbara Curtis
La Navidad está aquí, lo que significa que los profesores de escuela de toda América están presentando “programas de invierno” con música seleccionada para desafiar a los estudiantes y deleitar a los padres, pero con demasiada frecuencia se sacrifica el mérito artístico para evitar cantar al Niño de Belén.
Un programa al que asistí incluía canciones sobre Santa, chimeneas y renos, además de cinco canciones de Hanukkah y una melodía Kwanzaa, aunque en la escuela sólo había una familia judía (no practicante) y ninguna afroamericana. Noventa minutos de música y ni una sola nota sobre Jesús.
El cristianismo sobrevivirá por mucho que lo censuren en las escuelas públicas, pero eso no es lo importante. ¿Por qué hacer lo imposible para reconocer las minorías religiosas mientras se excluye al cristianismo? No culpo a los profesores o directores; se sienten paralizados por la amenaza de las quejas, las demandas de los padres y por la exclusión de la Navidad cristiana de la plaza pública y del lugar de trabajo.
Un año, cuando pregunté al director por qué no se habían incluido villancicos navideños, dijo: “Bueno, estaba Jingle Bells, Jolly Old Saint Nicholas…”. “Pero esos no son villancicos navideños, ¿dónde aparece el nacimiento de Jesús?”, dije. Oh! Ahí estaba el ciervo ante los faros. “Entiendo que estemos intentando respetar el multiculturalismo, pero ¿nosotros no formamos también parte de esa mezcla multicultural?”, sugerí amablemente.
Entiendo la inquietud que hace que se excluyan las referencias a lo que algunos todavía consideramos la razón de estas fiestas. Pero también sé que no hay razón para tirar al niño con el agua de la bañera. En 1995, el presidente Clinton, preocupado de que algunos educadores habían supuesto incorrectamente que los colegios eran zona libre de religión, pidió al secretario de Educación de Estados Unidos, Richard Riley, que publicara unas orientaciones. El resultado es un documento conciso, claro y razonado, titulado Expresión Religiosa en las Escuelas Públicas: una Declaración de Principios.
Ahora, cada otoño, con esos principios en la mano, inicio una conversación con cualquier profesor de música nuevo que llega y le explico por qué la música sagrada se supone que debe estar incluida en la educación musical.
El riesgo vale la pena cuando me encuentro con uno que no lo sabe y que se alegra de enterarse de que puede seleccionar perfectamente la música basándose en el mérito artístico en lugar de ir de puntillas intentando no ofender. El resultado es un programa de invierno que también tiene significado para mi familia, aunque siga sintiéndome como el niño holandés que intentaba tapar con el dedo el agujero del dique.
De hecho, la marea de corrección política se ha extendido incluso hasta la Virginia rural, donde nos trasladamos desde California en 2002. Uno de los profesores de música de mis hijos, cristiano, me dijo que no incluía la música cristiana de Navidad “porque los niños ya oyen mucha en la iglesia”. Esta primavera dedicó un programa musical entero a la dramatización de las creencias y costumbres aztecas. Ni una pizca de material para equilibrar y, desde luego, la cultura azteca había sido higiénicamente despojada de su curiosa costumbre del sacrificio infantil.
¿Por qué? ¿Los profesores de hoy están enseñando música o educando en conciencia política? Estoy de acuerdo con una profesora de enseñanza secundaria que conozco cuya respuesta a las quejas sobre la falta de diversidad en un programa de música sagrada medieval fue: “Cuando escriban otra música igual de buena, la incluiré. Mi trabajo es enseñar música y sólo enseño lo mejor”.
Ha llegado el momento de plantearnos una pregunta: ¿qué pasaría si los profesores dejan a un lado la tiranía de la agenda multicultural desequilibrada y vuelven a dedicarse a enseñar a los niños a cantar?
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