Focio (820-897),
secretario de la Cancillería del Imperio Oriente y, luego, patriarca de Constantinopla.
Causas del Cisma
En tres grupos pueden clasificarse las principales causas que motivaron el Cisma:
1. De tipo étnico: La natural antipatía y aversión entre asiáticos y europeos, unidas al desprecio que en esta época sintieron los cristianos orientales hacia los latinos, a quienes consideraban contagiados de barbarie a causa de las invasiones germánicas.
2. De tipo religioso: Las variaciones que, con el paso del tiempo, fueron imponiéndose en las prácticas litúrgicas, dando lugar al uso de calendarios y santorales distintos; las continuas disputas sobre las jurisdicciones episcopales y patriarcales que se originaron a partir de dividirse en dos el Imperio; la opinión extendida por todo el Oriente de que, al ser trasladada la capital del Imperio de Roma a Constantinopla, se había trasladado igualmente la Sede del Primado de la Iglesia universal; las pretensiones de autoridad por parte de los patriarcas de Constantinopla, que utilizaron el título de ‘Ecuménicos’ a pesar de la oposición de los papas, que reclamaban para sí, como obispos de Roma, la suprema autoridad sobre toda la cristiandad; la negativa de los patriarcas de Oriente a reconocer esa autoridad sobre la base de la Sagrada Tradición Apostólica y las Sagradas Escrituras, alegando que el obispo de Roma sólo podía pretender ser “primus inter pares” (un primero entre sus iguales); y la intromisión de los emperadores en asuntos eclesiásticos, creyéndose pontífices y reyes, y pretendiendo decidir ellos solos los graves problemas de la Iglesia.
3. De tipo político: El apoyo que buscaron los papas en los reyes francos y la restauración en Carlomagno del Imperio de Occidente (s. IX) mermaron prestigio a los emperadores de Oriente, que tenían pretensiones a la reunificación del antiguo Imperio romano.
A estas causas de carácter general pueden añadirse los cargos —en realidad, pretextos— que los patriarcas Focio y Cerulario imputaron a la Iglesia de Roma, y que pueden resumirse en los cuatro siguientes: Que los papas no consideraban válido el sacramento de la confirmación administrado por un sacerdote; que los clérigos latinos se rapaban la barba y practicaban el celibato obligatorio; que los sacerdotes de la Iglesia Romana usaban pan ácimo en la Santa Misa, práctica considerada en Oriente una herejía de influencia judaica; y, en fin, que los papas habían introducido en el credo la afirmación de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (“Credo in Spiritum Sanctum qui ex Patre Filioque procedit”), en contra de lo que sostenían los patriarcas orientales, que no reconocían esta última procedencia.
Estos cargos, que hubiesen podido solucionarse con la convocatoria de un concilio, produjeron la separación definitiva, si no hubiesen prevalecido razones espurias a la esencia misma de la religión.
Sus autores
Para proceder con claridad, estudiaremos todos los personajes que intervienen en este asunto, unos como autores del Cisma y otros como defensores de la unidad de la Iglesia y la primacía de Roma.
En la autoría del Cisma se ven implicados Miguel III el Beodo (838-867), emperador de Oriente (último de la dinastía de los Isauros); César Bardas, tío del emperador y regente del Imperio durante su minoría de edad; Gregorio Asbesta, metropolitano de Siracusa; Focio, secretario de la Cancillería imperial, y Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla.
Como defensores de la unidad de la Iglesia merecen citarse los papas Nicolás I, Adriano II, Juan VIII y León IX; Ignacio, patriarca de Constantinopla, y la emperatriz Teodora, madre del emperador Miguel III y hermana de Bardas.
La mentira de la conspiración
Ignacio, patriarca de Constantinopla (799-878), era un hombre de exquisita piedad, pero excesivamente austero y de una rigidez que rayaba en la intransigencia. Bajo la protección de la emperatriz Teodora, se preocupó de velar con celo extraordinario por la pureza de la fe y la práctica de las buenas costumbres.
El día de la Epifanía del año 857, Ignacio negó la sagrada comunión a César Bardas a causa de la conducta inmoral y escandalosa de que hacía alardes. Bardas juró vengarse de esta humillación y busca la alianza de Gregorio Asbesta, encarnizado enemigo de Ignacio, quien, junto con el papa Benedicto III, lo había suspendido en sus funciones de metropolitano de Siracusa.
Puestos de acuerdo, acusaron falsamente a Ignacio de conspirar contra el Estado ante Miguel III, que ya había llegado a su mayoría de edad y ejercía personalmente el gobierno del Imperio, pero que estaba fuertemente influido por su tío.
La emperatriz Teodora se declaró defensora de Ignacio, pero Bardas la acusa de complicidad, y, tras ordenar que le fuese cortado el cabello como castigo, la encerró violentamente en un convento, mientras Ignacio era desterrado a la isla de Terebinto.
Focio y el Cisma
Era preciso sustituir inmediatamente a Ignacio en la Sede del Patriarcazgo bizantino, y nadie más a propósito que Focio (820-897), secretario de la Cancillería imperial y perteneciente a una familia noble, emparentada con Bardas.
Focio era hombre erudito, tanto en ciencias profanas como sagradas, hábil político, pero soberbio y ambicioso. Su elección parecía acertada. Existía, sin embargo, una grave dificultad: Focio era seglar y los Sagrados Cánones prohibían su ascenso directo al episcopado. Gregorio Asbesta, no obstante su excomunión y suspensión, se encargó, en connivencia con el emperador, de solventar esta contrariedad. En pocos días, del 22 al 25 de diciembre del 858, confirió a Focio las órdenes sagradas, incluso el episcopado, lo que permitió que el emperador le otorgase la dignidad de Patriarca de Constantinopla.
Miguel I Cerulario (ha. 1000 - 1059), patriarca de Constantinopla.
Con el fin de legitimar su actuación, Focio escribe una carta al papa Nicolás I, sucesor de Benedicto III, en la que le comunica su exaltación al Patriarcado, cosa que había aceptado —explicaba tan cínica como hipócritamente— en contra de su voluntad y a pesar de no creerse digno de tan alto cargo. En esa misma carta hacía una profesión fingida de fe cristiana de acuerdo con el Credo de Roma y sumisión total al Pontífice. Al propio tiempo, el emperador envió otra carta dando cuenta al Papa de la renuncia voluntaria de Ignacio, retirado a un monasterio, y confirmando las noticias de Focio.
No convencido de los argumentos que contenían ambos escritos, Nicolás I envió dos legados a Constantinopla para que le informaran de lo ocurrido, pero, sobornados por Focio y Bardas, informan al Papa falsamente de acuerdo con las anteriores cartas. Aún más, sin autorización del Pontífice, se constituyen en Jueces y convocan un Sínodo cuyas conclusiones deponen a Ignacio y proclaman a Focio legítimo Patriarca. Esta rivalidad entre Ignacio y Focio fue la causa inmediata al Cisma.
Resplandece la verdad
Pero no tardaron en llegar a Roma los informes del propio Ignacio y de otros obispos adictos a la Santa Sede, dando cuenta al Pontífice de la realidad de los hechos. Disconforme con los hechos, Nicolás I protestó por la actitud del emperador bizantino, se negó a reconocer patriarca a Focio y reunió en Letrán un sínodo (863), en el que se excomulga a Focio, se le desposee de todas sus dignidades y se restituyen a Ignacio todos sus derechos. Como era de esperar, ni Focio ni el emperador aceptaron la decisión del Pontífice.
Sin embargo, y cuando más esperanzas abrigaban de triunfo, Bardas cae asesinado (866), y, al año siguiente, el emperador Miguel III corría la misma suerte a manos de Basilio, nacido en Macedonia e hijo de padres armenios, que usurpa el trono del Imperio.
Destierro de Focio
El emperador Basilio I el Macedonio (810-886), enemigo personal de Focio, encierra a éste en un monasterio (867) y repone a Ignacio en la Sede Patriarcal con todos los honores. A fin de dar legitimidad a las decisiones del nuevo emperador, el papa Adriano II, sucesor de Nicolás I, reunió en Constantinopla el VIII Concilio Ecuménico (869-870), en cuya sesión octava se acuerda anatematizar a Focio y condenar sus libros a la hoguera.
A la muerte del patriarca Ignacio en el 878, el papa Juan VIII, que había sucedido a Adriano II y cuyo desacuerdo con su predecesor era evidente, levantó las penas que pesaban sobre Focio y lo admitió por segunda vez al Patriarcado de Constantinopla, pero cuando el emperador León VI ocupa el trono a la muerte de Basilio I (886), lo recluyó de nuevo en un monasterio, donde permanecería hasta su muerte en el 897.
Durante todo el siglo X, el nombre de Focio cayó en un olvido absoluto. Sin embargo, aunque sus sucesores no rompieron sus relaciones con el Papado, fueron preparando el ambiente contra Roma. La separación espiritual de ambas Iglesias había llegado a tal extremo que, al comenzar el siglo XI, se veía claro que la separación era inevitable. En efecto, ya en el siglo XI, Miguel Cerulario volvía a exaltar la memoria de Focio y a defender sus escritos.
Tras la recíproca excomunión, el cisma entre ambas Iglesias, que aún se perpetúa, se había consumado.
Miguel I Cerulario y la separación definitiva
Miguel I Cerulario (ha. 1000 - 1059) fue hombre altivo, prepotente y ambicioso, de poca formación intelectual, pero lleno de odio contra la Iglesia romana. Elevado a la Sede Patriarcal de Constantinopla en 1943, su ministerio coincidiría con el del papa León IX, y ambos consumarían el cisma que se venía gestando entre ambas Iglesias.
Su enfrentamiento con Roma se inicia en 1051, cuando, tras acusar de herejía judaica a la Iglesia romana por utilizar pan ácimo en la Eucaristía, ordena que se cerrasen todas las iglesias de rito latino en Constantinopla que no adoptaran el rito griego, se apodera de todos los monasterios dependientes de Roma y arroja de ellos a todos los monjes que obedecían al Papa, y dirige una carta al clero en la que renovaba todas las antiguas acusaciones contra las dignidades eclesiásticas occidentales.
En el año 1054, el papa León IX envió a Constantinopla una legación encabezada por el cardenal Humberto de Silva y los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi, portando un escrito en el que se conminaba a Cerulario a la retractación de algunos aspectos en conflicto y un decreto de excomunión en caso de que éste se negase a ello, pero el patriarca se negó a recibirlos y tratar con ellos. Ante esta actitud, los legados papales publicaron su “Diálogo entre un romano y un constantinopolitano”, plagado de burlas contra las costumbres griegas, y, el 16 de julio de 1054, depositaron la bula de excomunión en el altar mayor de la iglesia de Santa Sofía, en Bizancio (antes Constantinopla), y abandonaron la ciudad de inmediato.
Unos días después, el 24 de julio, el patriarca Miguel I Cerulario quemaba públicamente la bula papal y excomulgaba al cardenal Humberto y a su séquito. El cisma entre ambas Iglesias, que aún se perpetúa, se había consumado.
Con todo, aunque el inicio del Gran Cisma queda fechado en la Historia a partir del papado de León IX, no son pocos los investigadores que cuestionan la trascendencia de estos hechos en la efectiva separación de ambas Iglesias, pues, por una parte, cuando la excomunión recíproca tuvo lugar, León IX ya había muerto, lo que implica que cualquier actuación llevada a cabo por el cardenal Humberto carecía ya de validez como legado papal, y, por otra, las excomuniones afectaban a individuos, no a Iglesias.
11 de marzo de 2002
La delegación oficial de la Iglesia Ortodoxa griega es recibida por un Papa en el Vaticano, por primera vez desde que se produjo el Cisma entre Oriente y Occidente en el año 1054.
El Gran Cisma, hoy
Desde aquel instante hasta la actualidad, ambas se denominan a sí mismas Iglesia Católica Romana e Iglesia Católica Ortodoxa y reivindican también la exclusividad de la fórmula “Una, Santa, Católica y Apostólica”, al tiempo que cada una se considera como la única heredera legítima de la Iglesia primitiva fundada por Cristo y atribuye a la otra el “haber abandonado a la Iglesia verdadera”.
Sea como fuere, la Historia nos deja constancia de una suerte de intención latente de acercamiento entre ambas Iglesias. Así, en 1274 tuvo lugar una primera voluntad de aproximación con motivo del II Concilio de Lyon y, en 1439, volvieron a reunirse en el Concilio de Basilea, pero las dos ocasiones se vieron avocadas al fracaso por la recíproca intransigencia en algunos aspectos doctrinales y disciplinarios.
Más recientemente, algunas Iglesias orientales decidieron aceptar la primacía absoluta del papa y ahora se denomina Iglesias Orientales Católicas. Y, a raíz del Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por el papa Juan XXIII y clausurado en 1965 por Pablo VI, la Iglesia Católica Romana emprendió una serie de iniciativas que han contribuido al acercamiento entre ambas Iglesias, entre las que puede contarse la declaración conjunta de 7 de diciembre de 1965, en la que el papa Pablo VI y el patriarca Ecuménico Atenágoras I decidían “cancelar de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido pronunciada”.
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